A mi hija Clara lo que más le gusta de ir a una fiesta es la preparación. Ella disfruta las horas previas, que para mí son siembre demasiadas. Las pasa duchándose, lavándose el pelo, secándoselo, organizando el vestido, los zapatos, las joyas, el peinado, el maquillaje, el bolso. Solo de escribirlo me he aburrido y me he muerto de la pereza. Para mí una fiesta en la que tengo que pensar qué me voy a poner con días o semanas de antelación es una pesadilla.
Supongo que si mi hija dedica todas esas horas para sus fiestas, los invitados que van a los Goya han tenido que comer a las 12 de la mañana para lanzarse luego a una espiral de preparativos que a mí me harían llorar o emborracharme o las dos cosas a la vez.
Antes de empezar a despellejar, que es a lo que hemos venido, debo decir que mi máximo respeto hacia todas las invitadas que contra cualquier atisbo de sentido común y conocimiento meteorológico el 10 de febrero se vistieron en Valladolid con atuendos escotados, tirantes y, a veces, casi sin tela. Admiro esa capacidad de sufrimiento más allá de cualquier lógica. Escribo esto desde un sofá en una habitación de hotel en Ávila con el jersey puesto. Está claro que no tengo ni espíritu ni capacidad de sacrificio suficiente como para ser una diva. También confieso que si alguna actriz hubiera aparecido con un traje de chaqueta con jersey de cuello vuelto, un look rollo Diana Keaton tendría mi respeto más absoluto, al nivel del que siento por Tracy Chapman saliendo en los Grammys en vaqueros y camisa y zapato plano.
Al lío.
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