«En Senegal la expresión amable para indicar que alguien ha muerto es decir que su biblioteca ha ardido. Cuando escuché esa frase por primera vez, no la entendí, pero con el paso del tiempo me di cuenta de que era perfecta. Nuestras mentes y nuestras almas contienen volúmenes en los que han quedado inscritas nuestras experiencias y emociones. La consciencia de cada individuo es un recuento de recuerdos que hemos catalogado y almacenado en nuestro interior, la biblioteca privada de la vida que hemos vivido. Es algo que no podemos compartir eternamente con nadie, una biblioteca que arde y desaparece cuando morimos. Pero si puedes tomar algo de esa colección interna y compartirlo –con una sola persona o con todo el mundo, en una página o en un relato oral–, adquiere vida por cuenta propia.» (La biblioteca en llamas, de Susan Orlean)
Amaneció azul radiante. Tan azul y tan radiante que las cumbres blancas de los picos se recortaban con la nitidez de una incisión en un quirófano. A un lado el cielo, al otro el blanco de la nieve brillante. Nieve nueva que cayó ayer en las cumbres. Nieve que en el valle era lluvia. No soy muy fan de los días azules porque me parecen aburridos, pero este había llegado para darle brillo al Valle. Lo único malo es que el azul atrae a la gente y, poco a poco, con cuentagotas, han ido llegando más vecinos. Hemos ido a comer a nuestro restaurante favorito por un camino que mis hijas llamaban el Sendero de las Hadas.Es un festival de saltos, riachuelos para cruzar, árboles cubiertos de líquenes, piedras que resbalan, árboles caídos que hay que sortear, prados y pequeñas cascaditas y que, además, hoy estaba lleno de flores. Leo una newsletter que se llama The Art of Noticing que trata de cómo vivir dándote cuenta de las cosas y no como si fueras un autómata. Da consejos para fijarte, por ejemplo, en los libros que tienen tus padres en su casa. Fijarte de verdad, no solo pasar la vista por los lomos. Y preguntarles, por ejemplo, dónde los compraron; o abrirlos y descubrir que tienen una dedicatoria de alguien que no conoces. De entre todos los consejos que da hay uno que en su día me gustó mucho y que pongo en práctica siempre que puedo. Consiste en salir de paseo y decidir seguir un color. Es decir, sales de casa y, si el color escogido es el azul, mientras paseas tienes que intentar encontrar algo azul en lo que fijar la vista para desde ahí saltar al siguiente objeto de ese mismo color. Parece una chorrada, pero es increíble lo que se agudiza la vista para fijarse en los detalles. En el paseo que hemos dado hoy los colores predominantes eran el verde y el azul, azul resplandeciente y verde casi radiactivo, como me ha dicho María cuando le he mandado una foto. Había algunas notas de amarillo, pero yo he decidido seguir el blanco: el de los jirones de nubes, un coche que nos ha pasado por la carretera, mi camiseta, el color de fondo de las señales de tráfico, el cable electrificado que rodea los prados donde pastan las vacas y los terneros, las persianas de la casa asomada al valle desde una terraza casi imposible, la nieve y unas pequeñas florecillas blancas que he ido recogiendo en el camino de vuelta. He cogido también flores violetas, muy pequeñas, diminutas, y otras azuladas, casi blancas pero con un reflejo azul. No sé nada de plantas, pero he pensado que sería bonito que fueran una especie cuyas flores cambian de color según van haciéndose mayores. Aunque, claro: ¿Cuánto vive una flor? No lo sé. No tengo ni idea. ¿Viven todas lo mismo? Sé que las amapolas viven muy poco. No sé por qué oscura conversación de infancia hasta los cuarenta y siete años estaba convencida de que no merecía la pena recoger amapolas del campo porque se marchitaban casi al instante y no daba tiempo ni a meterlas en agua. Durante la pandemia, en uno de mis primeros paseos descubrí en una tapia abandonada un parterre de amapolas naranjas preciosas. Eran tan espectaculares que recogí varias pensando que por lo menos me alegrarían el camino de vuelta a casa. Para mi sorpresa no murieron al instante, ni esa noche, ni al día siguiente. Durante días adornaron mi mesa de trabajo. El ramo de hoy blanco y azul lo he añadido al de ayer, morado y amarillo. Ayer quería haber recogido violetas porque el sendero que recorrimos estaba tapizado a ambos lados por una mata tupida, cuajada de pequeñas flores, que trepaba por los muros, los troncos de los árboles que le dan sombra y casi caía por las rocas hacia los prados ladera abajo. No las cogí porque fue al principio del paseo y pensé que no era buena idea llevar una mano ocupada. Hice bien, cayó el sol tras las montañas, el sendero de bajada se convirtió en un arroyo embarrado por el que tuvimos que bajar con cien ojos y atentos a sostenernos de casi cualquier rama para no acabar empapados, embarrados o lesionados. A pesar de todo, yo metí el pie en el lodo y me hundí hasta el tobillo. Como le dije a A: «Nunca he estado tan cerca de las arenas movedizas que de pequeña me daban tanto miedo».
Mientras hoy volvíamos a casa después de la comilona, haciendo zigzag y cogiendo las flores blancas, iba pensando en qué escribir. Pensaba en mis hijas corriendo por el Sendero de las Hadas, vestidas con unos pantalones cortos verdes que les había comprado en Carrefour y unas camisetas azules que les traje de Copenhague. Eran tan monas... Casi podía escuchar sus gritos, sus voces cuando tenían cuatro, cinco años y pasaban de la emoción de la aventura a estar cansadísimas y «no poder más», lo que nos llevaba a su padre y a mí a inventar canciones, historias o cuentos para distraerlas y que siguieran caminando. También en una ocasión se nos hizo de noche volviendo y tuvo que salir mi hermano a buscarnos con un frontal y una linterna para iluminarnos el camino. Clara llegó diciendo que como aventura había estado bien, pero no para repetir. De este recuerdo tan precioso mi cabeza decidió saltar a un vídeo de Tiktok en el que un agente inmobiliario estadounidense se quejaba de que, al volver de Canadá, agentes de inmigración le habían detenido y retenido durante horas. Al final del vídeo el tipo decía: «Creíamos que con esta Administración las cosas irían mejor, y sin embargo todo va peor». Me he sorprendido cogiendo flores mientras pensaba: «Que te den por culo. Eres gilipollas y te mereces que te pase eso por imbécil». Lo he pensado y sentido con una agresividad y una rabia que desentonaban por completo con el paisaje, con el recuerdo anterior, con la tranquilidad del día, con el ramo de flores que llevaba en la mano, con el plan de tarde que tenía por delante. ¿Estamos asistiendo al fin del mundo? ¿Es así como se sentía en Europa la llegada de Hitler al poder o por aquel entonces, sin internet, vivían en un limbo de desconocimiento que los aisló, y en cierto modo los protegió, hasta que ya era demasiado tarde? Me he negado a seguir ese hilo de pensamiento. He obligado a mi cabeza a pensar en algo para escribir, algo para esta carta. Al llegar a casa he colocado las flores, me he tumbado en el sofá y, al terminar el libro que estaba leyendo (La biblioteca en llamas, de Susan Orlean), he cogido el ordenador y me he dicho: vamos a ver qué sale.
Son más de las ocho de la tarde, el cielo sigue azul pero se va apagando. Las cumbres refulgen de blanco reflejando los últimos rayos de sol. Se siente ya el frío que anuncian para mañana. No sé si encender la chimenea.
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A mi me encanta ese azul del cielo despejado después de la lluvia que solo se ve en primavera, pq en verano con el calor siempre queda una bruma que lo vuelve blanquecino. El domingo veré esos picos llenos de nieve desde el avión, por fin vacaciones!!!! 1 semanita en Zaragoza y alrededores 🥰 Por cierto con respecto a Trump, ayer vi un video en Insta de un tío que se metía en la tienda de la torre Trump a mirar donde estaban fabricados todos los objetos q se venden... oh! Sorpresa! En China! Excepto las camisetas que eso estaba fabricado en Bangladesh 😏
Este cuaderno de vacaciones , se podria llamar..."Abriendo melones..."