
Ya ha llegado, ya está aquí, mi semana favorita del año: la semana muerta. Esta semana hasta el día 1 en que no sé si es lunes, sábado o martes, en que me puedo despertar a las 7 y media de la mañana pero levantarme a las 11, desayunar varias veces, hacer recados sin prisa o no salir de casa en todo el día. Puedo echarme una siesta por la mañana, pasear después de comer, dormitar a las ocho de la tarde y quedarme viendo una peli o escribiendo hasta la una de la mañana porque no tengo sueño. En la semana muerta mi cuerpo parece más ligero porque voy rebotando en las horas y los días como si el tiempo, el paisaje, mi casa, mis relaciones estuvieran acolchados. Las horas y los días, además, se alargan... no puedo creer, por ejemplo, que solo sea jueves, que todavía me queden once días de vacaciones en las que disfrutar de esta sensación de placidez.
Escribo esto en el sofá, acurrucada con mi hija Clara, mientras mi madre y mi hija María ocupan las otras dos grandes butacas. Ellas están viendo una peli navideña terrorífica, «Un caballero por Navidad», y yo, en una posición incomodísima, sostengo el portátil en las rodillas mientras escribo. Comparto con mi hija, tengo una manta de lana que mi madre tejió con todos los restos de madejas de lana de colores que llevaba guardando años y años. Es una manta inmensa que abriga mucho y que se ha convertido en la segunda favorita en el ranking de mantas de sofá. La favorita es la clásica manta escocesa con reborde verde; nos peleamos por ella porque es la mejor y si mi madre no estuviera dando cabezadas le preguntaría de dónde salió. Además de esas dos (la de la lana y la favorita) tenemos tres mantas más de sofá que en una vida anterior fueron mantas de avión. Nos gustan regular porque no abrigan nada, pero las mantenemos porque, por ejemplo, para las siestas de abril o de septiembre son perfectas.
La chimenea está ardiendo aunque la estamos dejando morir porque en un rato tenemos que ir al cumpleaños de mi sobrino. En la parte de arriba mi madre ha colocado velas rojas, unos portavelas de madera que construyó mi hermano hace años y que son unas casitas rojas, con una estrella tallada y tejado blanco, hay también piñas recogidas del jardín y pintadas de dorado. Desde el techo hasta la chimenea cuelga la colección de máscaras de Sargadelos que también asocio siempre a mi infancia. Encima de los adornos navideños hay un cuadro con un paisaje de bosque. Tampoco sé de dónde salió, mi madre le ha colgado un espumillón color caldero con bolas plateadas y a mí, no sé por qué, me recuerda a un borracho sentado en la barra de un bar con el gorrito del cotillón de Nochevieja al final de una noche que no termina nunca o que ya se ha convertido en mañana. Encima del sofá en el que escribo esto hay cuatro pasteles con bocetos de una estación de tren. Estos sí sé de dónde salieron: los pintó mi tío Manolo hace mil años, cuarenta para ser más exactos, y a mis padres les encantaron, se los pidieron y los enmarcaron. Muchos de los cuadros de esta casa son suyos. Manolo es arquitecto, muy bueno además, pero lo que mejor se le da es pintar, aunque él siempre dice que todo lo que boceta, dibuja o pinta es «una tontería». En Madrid yo tengo un boceto de un paisaje romano que un buen día estando con él en su estudio me dijo que iba a tirar, le dije que ni hablar, lo rescaté, lo guardé y hace poco lo enmarqué y lo colgué en mi pared. Me recuerda a la Vista del jardín de los Medici en Roma que pintó Velázquez.
Por la ventana, en primer plano, veo el porche de madera. El porche que construyeron mi hermano y mi madre y que yo repinto cada dos años subiendo y bajando de la escalera mientras escucho podcasts e intento no caerme. De su techo cuelga una lámpara de hierro forjado verde que vino de casa de mis abuelos y que me encanta porque finge ser un árbol con ramas que terminan en bombillas y ramas en las que hay posados pajaritos también de hierro. Cuando jugamos a qué queremos heredar cada uno de los millones de cosas que acumula mi madre yo siempre me pido esa lámpara. En el reloj de la galería acaban de sonar las campanadas que anuncian que son las seis de la tarde. Ha terminado la película, toca desperezarse, dejar de escribir, doblar las mantas y salir de casa.
En esta semana muerta lo único que importa es el silencio, la calma, la languidez extrema, el silencio, disfrutar de esta sensación de vivir en un espacio y un tiempo acolchados en el que nada malo puede pasar, en el que nada importa, en el que me puedo quedar aquí, con el ordenador en las rodillas mirando por la ventana mientras el sol ilumina los tres picos de La Peñota justo antes de ponerse.
Este cuaderno quizá debería llamarse Cosas que no (me) pasan.
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¿Cómo que Cosas que no te pasan?
Has descrito la felicidad. Me ha encantado. Me da esperanza.
Ana, vamos a tener que sincronizar las vacaciones del 2025 contigo. Sigue escribiendo y publicando.