
Casi cada día voy a Orbela a hacer alguna gestión: medir radiadores, hacer fotos a muebles para enseñarlos a la gente o subirlos a wallapop, revisar la poda del jardín, revisar el buzón, recoger leña. Otras veces voy para cosas más poéticas: comprobar en qué ventanas da el sol a las 12 de la mañana, cómo es la luz a las cinco de la tarde de un día de invierno en la habitación que probablemente será mi dormitorio o sentarme en los escalones de la ventana de lo que será mi estudio con un cuaderno en las rodillas mientras anoto todos los sonidos que me llegan estando ahí, atenta, conociendo mi jardín.
Hoy, mientras andaba entretenida por allí, ha aparecido un vecino. Se ha asomado a la puerta del jardín y ha gritado algo. Hubiera estado bien que llamara al timbre porque ayer descubrí que tengo un timbre maravilloso que suena muchísimo, que se escucha esté donde esté en la casa, pero no ha querido usarlo. Mientras me acercaba a la puerta solo veía un penacho de pelo entre blanco y rubio, pero no tenía ni idea de quién era. Al acercarme más le he reconocido: era A, mi vecino de enfrente, cruzando la calle. Le conozco desde que tenía catorce años, le he visto millones de veces por el pueblo, tomando cañas, cenando, hemos estado en el mismo círculo de amigos charlando, es amigo de amigos míos, en fin: que sé quién es.
— Hola, soy el vecino de enfrente.
— Claro, sé quién eres. Nos conocemos de toda la vida de vernos por aquí.
— No, yo no te conozco.
Luego hemos tenido la típica conversación de nuevos vecinos en la que él ha tenido muchísimo interés en contarme quiénes son mis vecinos a derecha e izquierda y lo importante que es que nos conozcamos todos. Le ha parecido fantástico que yo vaya a vivir permanentemente en Orbela porque siempre es mejor que haya gente viviendo alrededor. A lo mejor cree que va a necesitar sal, mantequilla o que yo voy a vigilar su jardín. Mientras teníamos esta conversación intrascendente y sin ningún interés yo solo podía pensar en lo olvidable que soy. Me pasa tanto, me ha pasado tantísimas veces. Conozco gente, coincido con algunas personas en una reunión, en la misma cena o comida, charlamos, comentamos lo que sea y cuando luego nos volvemos a encontrar esas personas aseguran que jamás me han visto. Y las creo. En su cabeza, en su vida, en su memoria no he dejado ningún tipo de recuerdo. Creen de verdad que no me han visto jamás, para ellos soy una completa desconocida.
Me ha pasado siempre. Cuando era adolescente, muy adolescente, era normal que alguno de mis amigos trajera a alguna de sus amistades de Madrid a Los Molinos, alguien que venía a pasar una noche, un par de días, tres a lo sumo. En esos días coincidíamos saliendo por la noche o en la piscina o en una fiesta de Nochevieja si era por estas fechas. Cuando meses después volvíamos a encontrarnos ahí estaba esa mirada de «Ah, hola, ¿qué tal? Soy Pedro». Yo era inocente y boba y decía: «Ya, ya sé que eres Pedro, nos conocemos», y ahí estaba Pedro con cara de «perdona pero no tengo ni la más remota idea de quién eres». Al final dejé de asegurar a esas personas que sí, que nos conocíamos, dándoles todo tipo de detalles sobre su vida porque eso provocaba efectivamente que dejara de ser olvidable para convertirme en una loca acosadora. Pasé entonces a fingir desconocimiento cada vez que esta situación se repetía. Me pasa también con gente mayor: la madre de mi amigo Yago cada vez que me ve, y hace treinta y cinco años que me conoce, me dice: «Hola, soy la madre de Yago, ¿tú quién eres?» Y no, no tiene ningún problema de memoria, reconoce al resto de los amigos.
Este poder de invisibilidad me causa cierto desasosiego. ¿Cómo de olvidable soy? ¿Soy tan poco memorable, tan poco interesante como para no dejar ni tan siquiera un ligero surco de reconocimiento en la vida de alguien? Y, repito, no hablo de un encuentro fortuito de media hora, mi vecino de hoy me ha visto miles de veces. Pero es que a la posibilidad de ser alguien totalmente olvidable se suma otra aún peor: Puede que la gente me olvide porque, en su momento, les resulté insufrible y su memoria ha actuado en legítima defensa olvidándose de mí por completo.
Es verdad que el pelo blanco ha hecho que la gente me recuerde más, pero claro, no es por mí, es por la extrañeza que todavía genera una mujer de menos de setenta años con una nube de pelo blanco a su alrededor. Ahora me pasa un poco al contrario: en el trabajo me saluda gente que yo no conozco pero que me reconoce por el pelo. No es consuelo para mi invisibilidad social, pero algo es algo. Digo que no es consuelo como si me apenara ser tan olvidable, tan anodina, tan poco atractiva, tan poco carismática como para no dejar un mínimo recuerdo en el que se cruza conmigo reiteradamente. No me apena, ya no, ahora lo veo casi como un superpoder. Todavía no tengo claro para qué usarlo, pero estoy aprendiendo. Si lo pienso bien, es casi como ser invisible.
Si no puedes ser carismática, sé invisible. Puede ser una buena camiseta.
Mi vecino se ha empeñado en intercambiar teléfonos. Me juego una mano a que será incapaz de recordar mi nombre si me tiene que buscar para pedirme sal.
Creo que te gusta leer Cosas que (me) pasan. ¿Has pensando en suscribirte? Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Tendrías acceso a este despelleje y a todos los demás, al club de escucha y al chat. La próxima sesión del club es el 19 de enero y en el chat estoy compartiendo cosas de Orbela. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta recibirás una carta manuscrita y varias tarjetas necesarias para tu vida con frases como “Me quiero ir a casa a leer” o “Desde tan abajo no explico”. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Eso es porque no te han leído.
Ana, creo que te va a gustar este libro: Invisibilidad en tiempos de transparencia, de Akiko Busch.
https://www.awakin.org/v2/read/view.php?tid=2488&lang=spanish
A lo mejor necesitas esa invisibilidad externa para poder escribir como escribes. Por ahí es una manera de mantener el equilibrio en estos tiempos de transparencia, como dice Akiko. Digitalmente, como ya te han dicho en otros comentarios, no resultas para nada anodina ni con falta de carisma. Creo que tienes una gran vida interior que plasmas muy bien por escrito (y me pareces majísima).