Hacía mucho que no me sentaba aquí, en esta mesita, a escribir. Me monté este rincón de escritura cuando estuve enferma con la depresión. Apenas salía de este cuarto que, yo no lo sabía, preparé durante meses antes del hundimiento completo. Fue algo parecido a eso que cuentan que hacen las madres, «preparar el nido», cuando están embarazadas. Pues yo el nido no lo preparé cuando iban a nacer mis hijas, pero esta madriguera sí. No lo supe hasta mucho tiempo después, cuando me puse a escribir Los días iguales y, repasando aquel tiempo de no ser yo, de estar fuera de mí y al mismo tiempo tan dentro de mí que sentía que me estaba devorando a mí misma, me di cuenta de que antes de ponerme tan enferma que no podía ni hablar, ni comer, ni dormir, ni pensar, ni sentir ni vivir, preparé este cuarto para refugiarme. Moví la cama de sitio, compré esta pequeña mesita que puse delante de la ventana, justo con el radiador pegándome en las rodillas, y ordené mis libros. Poco después, cuando ya estaba enferma, mi hermano me construyó una estantería que ahora mismo alberga mis libros más queridos y que veo a mi izquierda si levanto la vista del teclado.
En esta mesita escribía el blog, hacía los trabajos de un curso de periodismo cultural al que me había apuntado pensando que sería buena idea, copiaba a mano párrafos de los libros que leía y miraba por la ventana. Fue así durante muchos meses. Solo salía de aquí para cuidar a mis hijas, para comer, ducharme e ir a nadar. Poco más. Después, cuando me curé, dejé de sentarme aquí, la gente ya no me hacía daño y podía moverme por toda la casa, escribir en el porche, leer en la cocina, brujulear por internet en el salón. Dejé la mesita, que siempre viene bien para dejar cosas, pero quité la silla. Para trabajar me mudé a otro cuarto con una mesa más grande y no volví a sentarme aquí a escribir. Hasta hoy, que me ha apetecido. No te voy a negar que por un momento he pensado: ¿y si esto quiere decir algo? ¿Y si mi cuerpo ya sabe algo que yo todavía no sé? ¿Estoy refugiándome y no me he enterado? Creo que no, simplemente me apetecía. Espero que no.
Por la mañana, sentada aquí, he escrito veinticinco tarjetas navideñas, he escrito veinticinco direcciones diferentes y he lamido veinticinco sobres. Después he bajado a la oficina de Correos, uno de mis sitios favoritos del pueblo. Está en la calle principal y las mujeres que la atienden son encantadoras, siempre me saludan por mi nombre: «Hola Ana, han llegado más revistas de esas tuyas»; siempre están contentas y siempre las envidio. Pocas cosas me dan más sensación de vivir en un pueblo que ir a Correos y que me conozcan. Si lo de las tarjetas sigue creciendo, lo mismo me tengo que abrir un apartado de correos y, cuando viva aquí, bajar dando un paseo un par de veces por la semana a recoger mi correspondencia, aunque también me gusta ver llegar al cartero, escucharle más bien, con su vespa, subir por la carretera aguzando el oído para ver si para la moto justo en la puerta de casa, se baja y echa algo en el buzón. Cuando vivían Tuca y Turbón sabías que se acercaba el cartero porque se ponían a ladrar como maníacos cuando el pobre hombre todavía estaba seis o siete casas más abajo. Le tenían muchísima manía.
Hoy ha soplado mucho viento de ese que deja los bordes de las cosas, las ramas de los árboles, las esquinas de las nubes y el ambiente afilados, con bordes que parece que si te acercas te cortarán. Cuando me he despertado, en la ladera de La Peñota se distinguían tres franjas de color: abajo del todo, pegado al río, a Los Molinos, azul oscuro porque todavía no le daba la luz del sol que estaba apareciendo; dorado intenso un poco más arriba, justo donde los rayos empezaban a incidir; y, desde ahí, blanco grisáceo, porque las nubes cubrían el resto de la montaña. Ahora, ocho horas después, las franjas han cambiado: en la parte de arriba de la montaña todo está oscuro ya, el sol se está poniendo y las sombras avanzan poco a poco; a continuación las casas, los árboles pelados, los tejados y el viento que sigue soplando son dorado brillante, casi navideño. La sombra avanza desde arriba y cuanto más empuja para llegar a cubrir todo el valle, más brillan los árboles, las casas, los tejados. El castaño y los pinos del jardín casi echan chispas.
Llevo un rato sentada aquí, el sol sigue bajando y la pared de ladrillo blanco que veo, a la derecha desde mi ventana y que yo sé que se corresponde con los armarios del cuarto de mis hijas, es casi amarilla. La recorren pequeñas ramas de la parra que en verano da la vuelta a toda la casa y cubre la fachada de hojas. En la parte de arriba las nubes que el viento sigue arrastrando proyectan sombras.
Cuento cuatro nidos de procesionaria en uno de los pinos. Un milano atraviesa el cielo. Escucho el viento que ha dejado de soplar de continuo y ahora lo hace a bocanadas. Todo se calma y, de repente, lo escucho llegar, como si soplara con una de esas imágenes de cuentos de niños en el que el viento es un ser que hincha los carrillos. Escucho el tic tac del reloj que llevo en la muñeca. No sé qué hora es. Por un momento pienso: si esto fuera un lunes normal, ¿que estaría haciendo?
Hace frío, la luz del invierno es la más bonita del año y yo ya tengo el pelo muy largo.
Ojalá todos mis lunes fueran así. Con tiempo para pensar despacio.
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"Una habitación propia"... tod@s deberíamos tener una...
beso
Que bonito Ana! por un momento he estado allí contigo viendo esas tres franjas de colores por la ventana, sintiendo el viento y pensando en los perros y el cartero. Me encanta esa sensación “de pueblo” que comentas, y esa luz de invierno sin duda es la mejor :) abrazos!
pd: si vuelves a la mesita, que sea solo un ratito, para contarnos estas cosas…