Estoy volviendo a ver las Gilmore Girls desde el principio. Solo la veo cuando estoy sola, para paladearla despacio y sin interrupciones, preguntas o comentarios. Ayer terminé la primera temporada y es curioso cómo ha cambiado mi percepción sobre los personajes y sus situaciones, desde que vi la serie por primera vez cuando tenía 30 años, a cuando la vi la segunda con cuarenta y dos o así y con mis hijas, a verla ahora con cincuenta y uno y mis dos brujas ya volando independientes por ahí.
Yo nunca me creí Lorelai porque nunca he sido así de guapa, así de estilosa, así de flaca ni me ha gustado tanto el café. Además, yo cocino, en mi casa la nevera siempre está bastante llena y mi éxito con los hombres podría calificarse como discreto siendo muy generosa. Sí me parezco a ella en que si me pillas en buen momento puedo ser muy ingeniosa y muy rápida en mis respuestas y soy brillante en las discusiones con mi madre, a la que saco de quicio igual que le pasa a ella con la suya. También me parezco a ella en el muy ligero aprecio que nuestras progenitoras tienen por nuestros logros vitales, que consideran una cosita así como sobrevenida, que te ha pasado porque sí, pero que si hubieras seguido sus instrucciones te hubiera ido mucho mejor en la vida. Mi madre, por ejemplo, tiene por costumbre llamar a las 11 de la mañana un martes o las 3 de la tarde de un jueves y, cuando no contesto, insiste varias veces hasta que, pensando que lo mismo está tirada en el suelo de casa al borde de la muerte y de ahí su insistencia, se lo cojo saliendome de una reunión y lo primero que me dice es: «¿Dónde estás?», como si hubiera alguna posibilidad de que en vez de trabajando estuviera, yo qué sé, en Bahamas o paseando por París. Normalmente la razón de su llamada suele ser algo tan urgente como «me he dado cuenta de que necesito un soplahojas, los estoy viendo en Amazon y necesito que lo compres con tu cuenta» o «no te vas a creer quién me ha llamado: la hija de la viuda del señor con el que tu padre compró una parcela hace treinta y cinco años». Y, efectivamente, no me puedo creer que me llame para eso. Hace años que no le digo nada. Cualquier cosa que le pase a ella es más importante que lo que me pase a mí. A Lorelai le pasa lo mismo: Emily la llama así porque sí, con las peticiones más peregrinas que se le pasan por la cabeza.
Pero no quería hablar de relaciones entre madres e hijas, que es aburridísimo. Quería hablar de hombres. Como en toda buena serie que se precie, en las Gilmore Girls hay una tensión sexual no resuelta desde el episodio 1 entre Lorelai y Luke que está muy bien llevada. Sabes que terminarán juntos en algún momento y sabes que tardarán trescientos mil episodios en juntarse, pero estás dispuesta a disfrutar esa TSNR todo lo que se pueda, a eso hemos venido, a disfrutar de esas mariposas. Pero, pero, pero... viendo la serie por tercera vez me he dado cuenta de que los guionistas, con mi adorada Amy Sherman-Palladino a la cabeza, cometieron un error garrafal: ¿Cómo se les ocurrió poner en esos primeros episodios a un hombre que vive en una casa perfecta, llena de libros, un hombre tan estupendo, tan guapo, tan listo, tan atractivo, tan buen amante, tan detallista, tan romántico y con tan buen pelo como Max Medina? No te puedes creer que Lorelai, por muy colgada que esté, aunque no lo sepa, de Luke, deje escapar a Max. No, no, no, no. Mal, mal, mal.
Que conste que ha sido en este visionado en el que he pensado en esto. Me acordaba de la escena en la que, tras una discusión muy tonta que Max intenta terminar pidiéndole que se case con él, Lorelai le dice que así no, que una petición de matrimonio tiene que tener romanticismo, mil margaritas amarillas, un caballo y otro tono...
"There should be a thousand yellow daisies, and candles, and a horse, and I don't know what the horse is doing there unless you're riding it, which seems a little over-the-top..."
Al día siguiente, Max le manda mil margaritas amarillas, tienen una conversación maravillosa por teléfono y yo, sentada en mi sofá delante de la chimenea, suspiraba pensando: «Ay, Lorelai que al final le vas a dejar para quedarte con el que ni es tan guapo, ni tan listo, ni tan atractivo, ni tan detallista, ni tan romántico y además tiene pelo rata, ¿por qué Lorelai, por qué?»
Me fui a la cama disgustada.
La culpa no es de Lorelai, claro. Es de Amy, que ahí se equivocó. En el camino de la resolución de la TSNR hay que poner obstáculos, claro, amores que van y vienen, ligues intrascendentes, encontronazos de una noche, pues algo como Chris el padre de Rory que es un blandengue intrascendente que no tiene ni media torta, pero no a un hombre como Max.
Max Medina es perfecto. Ahora no paro de imaginar cómo habría sido la serie, la vida de Lorelai (la mía, por qué no decirlo) nos hubiéramos quedado con Max. No hay tantos como él. No hay casi ninguno. Estoy enfurruñada con Lorelai, no se desperdicia a un hombre así. Ella no lo sabe, tiene treinta y dos años.
Yo sí.
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La mejor manera de empezar estos días de vacaciones es despertarme y leer cosas que me pasan. Gracias
En el último día de vacaciones he madrugado de propio para leer el Cuaderno mientras me tomo el primer desayuno. Me estoy haciendo seguidor del “club de los desayunos varios en vacaciones”. Y aprovecho y lanzo una pregunta sobre el chico de las Gilmor, yo que lo veo desde la otra parte, ¿era demasiado perfecto para quedarse con él? Al final ¿es demasiado aburrida una vida con alguien “ideal”? El complicado mundo de las relaciones…Cuando llevas muchos años en pareja ¿renovarse o morir? Bufff, a estas horas de la mañana me he puesto demasiado preguntón. Que tengáis muy buen día.