Ayer estuve más alta que los quebrantahuesos cuando planean. Los vi desde arriba, algo increíble por verlos y por pensar que he sido capaz de subir hasta los 2736 metros de altura sin desfallecer ni preguntarme: «¿Qué necesidad?» He subido porque puedo, porque ahora mismo tengo la fuerza física para hacer una ruta de seis horas sin morirme y sin arrepentirme. Hoy, mientras subíamos, a ratos charlábamos de lecturas, de ciencia ficción, de podcasts, de enamorarse, de viajar con hijos o de Puigdemont. Otros ratos, nos distanciábamos y cada uno iba centrado en su paso, en su ritmo, en sus cosas. En esos ratos, caminando despacio para no agotarme y, sobre todo, para ser capaz de bajar me acordaba de Juan, que camina siempre con un paso lentísimo que me saca de quicio. Él siempre me dice que es el ritmo adecuado para no agotarse y para, si me apuras, acabar llegando el primero. Él lo aprendió visitando unas minas o unas cuevas en Italia con su madre. Bajaron a verlas con un guía y al empezar a subir se dio cuenta de que el hombre iba muy muy despacio, le preguntó y el buen señor le contestó: «Hay que medir la energía, a este paso voy a llegar el primero arriba». Y así fue. Juan lo lleva a extremos innecesarios, pero yo siempre que hago heroicidades como la de hoy me acuerdo de aquel guía y modero mi paso.
He llegado arriba sin problema, cansada y con la cara llena de polvo que el viento que empujaba a los quebrantahuesos levantaba y se me pegaba a la piel por el sudor. ¿Me he sentido orgullosa? Sí, pero con moderación. Lo curioso es que de un pasado muy remoto, de hace unos treinta años, ha llegado a mi memoria una excursión que hicimos toda la familia al Valle de Boí. Aquel día me rendí, mejor dicho, me aburrí de subir, de esforzarme, de intentar subir, y llegada a un punto dije: «paso de subir más, me quedo aquí y os espero». No recuerdo estar especialmente cansada y por eso digo que fue más un acto de rebeldía, de estupidez, de ¿para qué voy a subir ahí? No quiero.
Hoy pensaba que quería subir y, sobre todo, que podía subir. Es curioso cómo a los 51 años eres más consciente de lo que puedes hacer, al menos por ahora, y también de lo que ya te cuesta. Mientras íbamos subiendo nos cruzábamos con jovenzuelos que bajaban correteando, dando saltos, despreocupados, charlando unos con otros sin casi mirar donde ponían los pies. Me parezco a ellos en que puedo subir, pero lo que me diferencia es que al bajar sé que esos saltos y esa despreocupación hacia sus rodillas es algo que no compartimos. Me pasa lo mismo con la juerga. Todavía puedo salir de juerga y acostarme tarde, pero lo que me distancia de los jóvenes o de mi yo de veinte o treinta años es que la recuperación me cuesta varios días.
No me lamento, no me quejo. La verdad es que me gusta tener cincuenta y un años y darme cuenta de cómo la vida va pasando por mí y yo por ella.
También hemos visto marmotas que, por si no lo sabes, se comunican con un chillido penetrante que casi parece un canto de pájaro. Se ponen al sol en las rocas y se chillan unas a otras. Quizás se digan: «¿A dónde va esta gente?»
Más alta que los quebrantahuesos, que no se me olvide.
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No me apasiona especialmente subir monte, es más, me agota. Afortunadamente, tengo a mi amiga que es como tu Juan: exasperantemente lenta (para los demás), el ritmo perfecto para no mandar al cuerno esas subidas. Bajar monte me gusta, no me cansa y las rodillas de momento me aguantan. Me flipa la sensación de llegar arriba y pensar “otro reto conseguido”. A mis 60, nadie lo iba a pensar.
A mí también me encanta tener 51 años, no volvería atrás ni loca! Y olé por esa caminata (luego dices que el el yoga es difícil- yo no resistiría esa subida que has hecho tú, y mucho menos la bajada!)