«[...] que escuchan mucho, hablan poco y permanecen en el extremo de la mesa como si fueran plantas frescas, algo profundamente silvestre».
Hoy me he comido el mejor melocotón del verano. A lo mejor llega a ser el mejor de todos mis veranos. Estaba en una cesta gigante con otros muchos melocotones en el mercadillo del pueblo grande que está cerca de Cicely. No era fruta de exposición ni estaban colocados en una pirámide perfecta como lo están en un supermercado. (Siempre me pregunto si los reponedores responsables de esas configuraciones frutales entran en trance al colocar las frutas, si consiguen abstraerse del componente «sísifico» de cada día recomponer la pirámide o la suave pendiente de peras, manzanas, naranjas o berenjenas, y pueden pensar en algo más allá de eso). Estos melocotones parecían los marginados de la clase, con formas extrañas, con protuberancias, ninguno esférico, manchas, apoyándose unos a otros en la caja de cartón entre las peras, las ciruelas, las paraguayas y los plátanos. Me han caído bien y he elegido cinco esperando que, como me habían caído bien y me los llevaba a casa, agradecieran mi gesto con un sabor delicioso. Llevo meses desayunando yogur con kiwi, melocotón y muesli y un té y, aunque sigo prefiriendo las tostadas con mantequilla y mermelada, este desayuno me satisface bastante. Llevada por esa simpatía por los melocotones del mercadillo, después de comer he pelado uno para tomar de postre, tumbada en el sofá, y disfrutarlo mientras leía La llamada, de Leila Guerriero. Ha sido una apuesta arriesgada: podía salir bien y convertirse en uno de esos momentos perfectos del verano, como el día que fui con mi padre a comprar un regalo en una lista de bodas y acabamos comiendo en el restaurante de El Corte Inglés de Princesa un arroz tan rico que mi padre hizo salir al cocinero. Yo tenía 15 ó 16 años y nunca me he vuelto a comer un arroz como aquél. No esperaba llegar a esa cumbre pero casi lo he logrado.
«Es una belleza mayor, de gran calado, de templo griego. En aquella juventud y en la primera vida adulta no era una mujer, era un acontecimiento».
La ventana abierta, las montañas al fondo, los árboles meciéndose ligeramente con una brisa que parece que está trayendo nubes de tormenta y el mismo escándalo pajaril de todos los días, el melocotón delicioso, dulce, dulcísimo pero sin llegar a ser almibarado («melocotón en almíbar» es otra referencia que lleva el mismo camino que «ralentí»: hacia la desaparición) y el libro.
«Ella siempre me dejó y yo seguí enamorado de ella. Siempre».
Todo bien.
«Después nos separamos. Quiero decir se separó ella. Y después volvía. Y yo estaba. Yo siempre estaba».
Y solo es miércoles y me quedan cinco melocotones más.
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Tostada de jamón con tomate, té Earl Grey con un poco de leche y una naranja. Desayunando lo mismo desde ni sé. Aunque en estas vacaciones bastante al norte, le estoy volviendo a coger el punto al porridge… también es supersaciante.
Por cierto, eres la primera persona por aquí que dice que desayuna te. Todo el mundo parece preferir el café...