Estoy molida. Escribo esto con el portátil en las rodillas y los pies apoyados en la mesa de centro. Sé que no aguantaré mucho en esta postura porque pronto mis tendones de Aquiles empezarán a quejarse, aunque nada comparado con su venganza mañana por la mañana. Cuando me levante y quiera bajar las escaleras para desayunar sentiré que mis piernas se han acortado y que nunca más podré volver a caminar como una persona normal, con el juego completo de tobillo. Sé también que se me pasará y que, a lo mejor, debería haber hecho estiramientos al llegar del paseo de hoy, pero estoy demasiado cansada. Me apetecen tostadas con tomate y jamón pero casi no nos queda pan y tengo que decidir si me lo como ahora, lo guardo para la cena o lo reservo para el desayuno de mañana, porque sé que mañana querré tostadas. ¿Podría ir a comprar pan? Podría, pero eso supondría tener que calzarme, salir de casa, coger el coche y conducir hasta el siguiente pueblo. Demasiadísimo esfuerzo: racionaré el pan.
Escucho un escándalo de pájaros. Está cayendo la tarde y por la ventana solo entra esa escandalera pajaril y el golpeteo de la vara del vecino de trescientos cincuenta millones de años que vive en la casa bonita al final de la calle. Bueno, la casa no sé si será bonita, no he entrado nunca, y a juzgar por el desaliño del vecino, seguro que está llena de cachivaches y huele como olían las casas hace cien años, un olor que no es que sea desagradable pero que sorprende porque no reconoces. Es el olor de una vida con amarguras. La puerta de la casa es preciosa, un portalón de madera enorme, enmarcado por unas pilastras de piedra más blanca y un escudo nobiliario encima con la fecha de 1793. A la derecha de la puerta la casa tiene una torre con un par de ventanas por las que el vecino se asoma, de vez en cuando, para espiar lo que pasa en la calle. Le gusta controlar todo: hoy cuando ha salido a pasear no ha mirado por la ventana para verme con el ordenador en las rodillas y las piernas encima de la mesa pero sí se ha asomado al hueco de la mirilla de nuestra puerta, donde tenemos el sensor de temperatura. Seguro que ha pensado que es algo para espiar.
Hoy hemos estado de paseo en uno de mis valles favoritos, hemos comido bocadillo de jamón a la orilla de un ibón y de bajada nos hemos bañado en un torrente de montaña con el agua tan fría que casi te cortaba la respiración al bañarte.
Ha sido un día fantástico aunque ahora no tenga pan.
Y solo es martes.
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