La otra noche fuimos a cenar al único restaurante del pueblo que nos quedaba por probar. Está en el centro del pueblo, en la plaza que forman el castillo, la iglesia de planta hexagonal con campanario que tiene adosado un mercado de madera cubierto, el monumento a los caídos en la I Guerra Mundial que encuentras en todos los pueblos franceses y tres o cuatro plátanos. El restaurante está en un edificio de caliza blanca con contraventanas azules y tiene delante una gran terraza que, durante el día, está cubierto por unas sombrillas descomunales. Hay muchas mesas que se reparten, sin división física que lo acredite pero que es visible a poco que te fijes, entre las mesas dedicadas a comer y cenar y en las que se suelen sentar los foráneos, ya sean turistas de día o alojados en el pueblo como nosotros. La otra zona es para los de aquí. ¿En qué se nota? En que son grupos de amigos a los que llega gente y se va gente mientras comparten algunas bebidas, paseantes que saludan; pero se nota, sobre todo, en cómo están sentados, con esa comodidad como de estar en casa que todos desplegamos de manera inconsciente cuando estamos en lo que consideramos nuestro bar. Es una pose corporal que grita al que quiera escucharlo: soy de aquí, estoy cómodo, éste es mi sitio.
Habíamos reservado a las ocho de la tarde, así que cuando el campanario empezó a tocar la hora salimos de casa para llegar, justo en la octava campanada, a la puerta del restaurante. Mis acompañantes, que dicen que no saben francés pero me critican cuando la que lo hablo soy yo, fueron capaces de decirle al camarero que teníamos una reserva a mi nombre y todo se resolvió con una mesa de cuatro, amplia y espaciosa, pegada a la pared de la casa, justo delante de una de esas ventanas con contraventanas azules de madera que siempre pienso en tener en mi futura casa. «Es poco práctico, tendrás que abrirlas y cerrarlas». Como dice mi hija María: «Tú sí que eres poco práctico». En los restaurantes de este pueblo hay mucha comida francesa. Esto que puede parecer una obviedad no lo es para nada: aquí no hay pizza, ni sushi, ni ensalada César, ni pasta ni nada por el estilo. En el de ayer había hamburguesas, eso sí... pero de pato y en pan brioche. En lo que nos estudiábamos la carta y elegíamos qué cenar se nos acercó uno de los camareros a preguntarnos si nos gustaría participar en un juego musical que estaban organizando. A mí no me dio tiempo a responder, pero Juan y Clara dijeron que mejor que no. El camarero dio las gracias y se marchó.
–¿Por qué no jugamos?
–Porque no sabemos cómo se juega.
–Venía con unas hojas para apuntar, así que seguro que es algo de poner canciones y adivinarlas o algo así.
–Te lo estás inventando, no lo sabes.
–No lo sé pero tiene pinta y, además, ¿qué más da si le decimos que sí y luego no jugamos?
Mientras cenábamos las mesas se fueron llenando. A nuestro lado se sentó la familia que vive en la casa maravillosa con balcones que dan al río y un emparrado precioso bajo el que se sientan por las tardes a jugar al scrabble. Cuando estábamos en el segundo plato empezó el juego que, ¡oh, sorpresa!, consistía en ir apuntando en una hoja de papel (las que repartía el camarero) los títulos y los intérpretes de las canciones. (No recibí ningún tipo de reconocimiento por parte de mis acompañantes, claro. Se callaron). La primera fue Take on me, de A-ha; después sonó Ice Ice Baby, Radio Gaga, Sarà perche ti amo, Aserejé, Wish you were here, I heard it through the grapevine, la banda sonora de Mulán y un montón de canciones francesas que no conocíamos. El juego que empezó comedido con las distintas mesas participando por equipos apuntando con diligencia en sus papeles, pronto se fue calentando y el camarero pidió que antes de contestar se levantara la mano. Para no despistarse, pidió a dos de sus compañeros que se subieran a unas sillas a ambos lados de la terraza para así poder decirle qué grupo levantaba la mano primero. Nosotros nos sabíamos un montón, yo intentaba chivárselas al grupo de la mesa de los vecinos, mis hijas las cantaban y Juan intentaba hacer como que no estaba sentado a la mesa con nosotras. La vergüenza es poderosísima en él. Con el Aserejé que, por supuesto reconocimos a la primera, se nos adelantó una mesa de dos chicas que se las sabían todas pero lo mejor es que luego la dejaron sonar y el local entero se vino arribísima a bailar. En la zona de la gente cómoda había un grupo dándolo todo al baile.
Se hizo totalmente de noche, los integrantes del grupo de música barroca que habían tocado en la iglesia llegaron para cenar acarreando sus instrumentos, la mesa que estaba sentada justo detrás de nosotros se marchó y una pareja que estaba más esquinada se movió a esa mesa vacía para estar más cerca de la música. Se iluminó el castillo, los visitantes tardíos daban pequeños pasos de baile al pasar por delante de la terraza y nosotras estábamos embelesadas mirando a uno de los camareros que, subido en un silla y con un cigarro en la mano bailaba y cantaba dándolo todo. Cada vez que la cerveza se le terminaba, corría a por otra.
Después de un buen rato de música, canciones, gritos, bailes y risas se entregaron los premios. El tercer premio fue para la mesa de la pareja de chicas que se las sabía todas, el segundo para el grupo de cómodos y el primero para nuestros vecinos de mesa. Cada grupo se llevó un pack con tres botellas de champán.
Pagamos la cuenta, nos despedimos y al salir le dije al camarero organizador: «Gracias, ha sido divertidísimo».
Y lo fue. Qué gran noche para recordar.
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¡Qué divertido! Me ha hecho pensar en una frase que siempre repite una de mis mejores amigas: “Tú di que sí, y luego ya vemos”. Nunca te arrepientes de una decisión así. Feliz domingo ☕️
Precioso! Me ha encantado.