Escribo esto sentada en el patio de la casa rodeada por un olivo, un rosal que ya se está agostando y una madreselva que no tengo claro si es de esta casa o se descuelga por la tapia pero tiene sus raíces en la casa de al lado. Mis acompañantes andan dentro, supongo que tumbados en camas y sofás haciendo como que leen o miran los teléfonos antes de dormirse. Son solo las siete de la tarde pero sufrimos ese cansancio que dan el paso de turista y la excitación del descubrimiento. De vez en cuando escucho algún coche pasar por la carretera que comunica este pueblo con el de al lado y cada media hora un festival de campanas desde la torre de la iglesia se asegura de que cualquier habitante o visitante ocasional sepa con exactitud la hora que es. Escucho voces que suenan lejanas que puede que sean de mis vecinos, pero como son franceses no gritan y todo parece ocurrir mucho más lejos.
La mesa en la que estoy sentada es metálica, de listones verde caqui, y a su alrededor hay cinco sillas, dos verdes del mismo color que la mesa, una blanca y una azul piscina. ¿Por qué cinco sillas? ¿Por qué la azul? Si hubiera sido yo la que las hubiera comprado estoy segura de que hubiera dicho: «Azul no, que no pega» y me hubiera equivocado, claro. La silla queda perfecta. Hay también (las he sacado del cuarto de la lavandería) dos hamacas para tumbarse a leer, que es lo que voy a hacer en cuanto termine de escribir. Frente a mí está la fachada trasera de la casa: es un edificio antiguo, muy antiguo, con estancias irregulares y recovecos inesperados. Nada es regular. En la fachada que contemplo veo siete ventanas y una puerta. En el piso superior están las dos ventanas bajo cubierta de la habitación en la duermen mis hijas; en el segundo piso, tres ventanas que se corresponden con mi dormitorio y su baño gigante. En la planta baja, otra ventana de un baño pequeño con una ducha de dos metros y medio de largo y otra más grande del lavadero. En esa ventana me veo reflejada mientras escribo esto.
¿Qué veo?
Una señora de pelo blanco que hoy ha elegido unos pequeños pendientes colgantes blancos que se compró hace nueve años en su primer viaje a La Provenza. Aún recuerda dónde: fue en Gordes y ese día llevaba un vestido verde corto que le encantaba. Va vestida con una camisola blanca que tiene mil años pero que también le encanta y unos pantalones cortos rosas, deshilachados, heredados de su hermana. Le veo hasta las pulseras que lleva en su mano izquierda mientras teclea: una es un regalo por su último cumpleaños y la otra la compró el año pasado también en La Provenza. Siempre lleva este tipo de pulseras hasta que se desintegran o hasta que tiene que pasar por el quirófano, se las hacen quitar y entonces las pierde. Tiene el pelo demasiado largo, casi siempre está demasiado largo porque justo en la longitud que le gusta dura un día y medio. Un día se siente «está perfecto» y a las treinta y seis horas piensa «parezco un pelocho». No le preocupa mucho, de hecho no le preocupa nada: ya se lo cortará cuando toque, dentro de un mes más o menos. Justo al lado del ordenador veo un cuaderno negro y una caja metálica que contiene una pluma compacta de color coral. No la ha visto escribir con ella pero sé que antes de abrir el ordenador ha estado escribiendo a mano en esa libreta lo que han hecho hoy y los dos días anteriores para no olvidar este viaje, para no olvidar no solo los lugares que han visitado sino también lo que han sentido y las conversaciones en las que han estado enfrascados.
Ahora la mujer en la ventana está escribiendo un cuaderno de vacaciones online, lo escribe para una newsletter que envía cada mañana. Siempre cree que no se le ocurrirá nada y siempre se le ocurre. Ahora está deseando terminar para tumbarse a leer, con el rosal a su espalda, hasta que se haga de noche. Está leyendo Campesinos y señores, de Theodor Kallifatides y le está gustando.
«A los yalitas les encantaba el silencio y, a la vez, les aterraba. Nada se destruye con tanta facilidad como el silencio. La gente aprovecha cualquier ocasión para generar ruido, no deja descansar la boca al tiempo que alberga en su interior un anhelo terrible de silencio. Por eso todos presuponían que el paraíso sería silencioso»
Para leer todas las entradas del Cuaderno de vacaciones 2024.
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Ahora también podemos verte nosotros desde el otro lado del cristal... de tus palabras 😉
Si me tengo que imaginar en un lugar feliz, estaría como tú ahora, rodeada de libros, papeles, tinta y también pantalla de ordenador, por qué no? Yo también escribo mis viajes en una libreta, para que no se me olvide nada, porque tengo una memoria desastrosa. Pero las mías, mis libretas, son un galimatías casi ininteligible. Ya quisiera yo poder atrapar la esencia de las cosas, como lo haces tú.