Hoy al despertarme he seguido con mi plan de caerle bien a la casa (también estoy tratando de congraciarme con el dueño con el que me mensajeo constantemente con cualquier excusa). Me levanto sigilosa para no despertar a nadie más y me paseo por el salón, miro por las ventanas y, después, en la cocina gigante me preparo un té y un poco de fruta. Mientras el agua hervía he salido a la puerta de casa solo para cerciorarme de que estoy aquí, para fijar esta vista en mi memoria. No había nadie, todo estaba tranquilo. Me he quedado tan absorta en mis pensamientos que no he visto llegar, hasta que estaba casi en la puerta de casa, a un hombre calvo, con solo un rastro de pelo blanco en los laterales que vestía pantalones cortos y una camisa blanca de manga larga despreocupadamente remangada.
–Bon jour, madam.
–Bon jour.
–Il fait frais ce matin, savez-vous où je peux prendre un café ?
–Sorry, I´m not from here.
–Oh, so enjoy your holidays!
Por unos momentos, por unos metros, durante la distancia que ese hombre recorrió desde el final de la calle hasta la puerta de mi casa, he sido francesa. Ese hombre ha pensado que yo era francesa, que esta casa es mía, que vivo aquí. Lo he conseguido sin pretenderlo, en pijama y despeinada. Si me esmero las mañanas que me quedan, si como dicen los americanos I fake it till I make it y sigo amigándome con el dueño, a lo mejor puedo volver en otro momento, dentro de un año, encerrarme aquí a leer y a escribir.
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En algún momento hay que abrir el melón de lo sumamente decepcionante que es siempre visitar un castillo. Es algo muy curioso, la palabra castillo provoca en mí, y en mis hijas, el deseo inmediato de conocer, de explorar, de recorrer. Ellas son jóvenes, apenas llevan veinte años experimentando esta sensación, pero yo que llevo toda la vida no aprendo. Cada castillo que visito creo que será distinto, que saldré colmada, que mi curiosidad por conocer la vida en ese entorno y época se verá saciada. Nunca ocurre. El lunes visitamos el castillo de Puyguilhem, un chateau pequeñín, coqueto como dice Clara, en medio de un frondoso bosque y con un tamaño manejable que es otra variable que aparece siempre en nuestras conversaciones sobre castillos junto con la de ¿Es este un buen lugar para una catapulta? Como decía, el castillo de ayer era manejable, del tipo que te puedes imaginar poniendo unos cuantos tabiques, unos cuantos muebles, una salida de la cocina al jardín trasero y hasta una piscina justo al lado del jardín francés. El tipo de castillo que si fuéramos millonarios alquilaríamos para pasar el verano recibiendo amigos aunque siempre con moderación y espaciando las visitas porque, en general, la gente nos gusta solo para un ratito. Aún así, el castillo por dentro fue decepcionante como siempre, mucho salón grande, mucho espacio “aquí solía estar” pero sin mucha sustancia.
El castillo de Hautefort es otro nivel. Es imponente y tiene todo lo que uno espera de un lugar así: presencia, tamaño, torres, puente levadizo, jardines y vistas. En esta región de Francia sin grandes alturas, se encuentra ubicado en un promontorio elevado que domina varias colinas que lo rodean y tiene el pueblo de Hautefort a sus pies. Esta posición se debe a que, al contrario que el resto de castillos de la zona que se construyeron como simples residencias, este tiene origen medieval, se construyó hacia el año 1000 por un tal Guy de Lastotours que luego tuvo un descendiente que fue cruzado. Más adelante , en el siglo XIII, el castillo fortaleza pasó a la familia Born en la los hermanos Constantin y Bertran de Born estaban peleados entre sí. Yo voy con Bertran que era ¡trovador-guerrero! que sinceramente me parece una combinación de profesiones curiosa y que me hace imaginar a Bertran disfrutando mucho de las calzas. Lo sé, lo sé, es un estereotipo pero...El castillo luego pasó por distintas etapas y distintos dueños, pasó generaciones en los Hautefort, familia a la que pertenecía “La bella aurora”, amante de Luis XIII, que lo conservaron hasta finales del siglo XIX, momento en el cual pasó por varias manos hasta terminar abandonado. Pero, pero, pero en 1929 apareció el barón Henry Bastard y su mujer, se enamoraron del castillo y los jardines, lo compraron y lo restauraron. El barón murió en 1957 y dos años después su mujer, Simone, se instaló a vivir en el castillo. ¡Bien por Simone! El drama fue que en el 68 hubo un gran incendio y el castillo quedó arrasado pero Simone que, por lo que parece, era una de esas personas que no teme una reforma y sospecho estaba forrada, se puso a reconstruirlo otra vez. Lo dejó tan bien que en los años 70, la Reina Madre de Inglaterra estuvo allí pasando unos días. Todo muy loco. Toda esta información jugosa y sabrosona tiene poco reflejo en el castillo cuando lo recorres. Otra vez salones enormes con muebles de época traídos de otros lugares y poca cosa más. Lo que da más sensación de “vida”, es la habitación de la baronesa y un salón de tamaño casoplón de La Moraleja, en la que los sillones del siglo XVII se mezclan con unos sofás blancos que parecen sacados de la casa de Norma Duval en Marbella en 1998, es tan kitsch que por fin tienes sensación de que ahí vivió alguien. Hay también unos subterráneos con poca chicha y un horno de pan del siglo XVII en el que todavía se hace pan que se puede comprar en la tienda de regalos. (No lo hemos comprado, tenía pinta de roca) Cuando hemos estado recorriendo los jardines hemos comentado lo decepcionante que es siempre un castillo, nunca colma las expectativas que uno tiene sobre él. Quizá el problema sea ese, las expectativas. Quizá deberíamos tratar a los castillos como a la gente extremadamente guapa, sin esperar que además digan algo interesante. Deberíamos limitarnos a contemplarlos por fuera para mantener la ilusión de que además son inteligentes y encierran algo más que muebles restaurados colocados al otro lado de un cordón.
¿Alguien conoce a un barón que me quiera comprar un castillo coqueto para rehabilitar? Prometo no hacerlo visitable
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Al llegar a casa he llamado al dueño de la casa otra vez porque no conseguía apagar el espejo del baño.
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Yo veo un castillo y siempre pienso el el frío q debe hacer allí en invierno. Mi frase es: eso no se calienta ni con diez catalíticas.
Pues estando este verano en Escocia, hemos visto castillos hasta que mis hijos se han amotinado. La mayoría de cuatro piedras y echarle imaginación y otros tan renovados que parecen Disney.
Pero el de Dunvegan es privado y habitado por el clan McLeod desde que se construyó hace 700 años. Tiene muchas estancias privadas y se nota algo vivido. Me gustó el comedor y la biblioteca donde todavía dicen celebrar la Navidad y en la que, la última mujer del jefe del clan, ha retapizado los muebles, han quedado horrorosos y seguro que todos los cuñados la odian.
Y en la sala de reliquias tienen un cuerno que usan para nombrar al heredero cuando toca. Lo llenan con litro y medio de clarete y el muchacho se lo tiene que beber de trago sin respirar.
Los escoceses molan bastante.