Hoy hemos comido todos juntos: mi madre, mis hermanos, mis cuñados y cuñadas, mis hijas y mis sobrinas y sobrinos. Solo faltaba uno que está viviendo su aventura americana. Hemos comido en el porche después de darnos un baño para no morir de calor. Había quesos del Pirineo, aceitunas, patatas, vichyssoise, pimientos rellenos de rape y gambas, carne asada con puré de patata y bonito con tomate y arroz blanco. Estas comidas son un trajín porque todo es un ir y venir de «Ana, ¿me sirves un pimiento relleno?», «¿Se puede comer de todo un poco o hay que elegir?», «¿Queda puré?», «¿Hay más salsa?», «Que nadie meta la cuchara del arroz en el bonito y luego la vuelva a dejar en el arroz que a María le da alergia al pescado», «¿Queda pan?». Como estoy curtida en estas comidas multitudinarias sé que esas escenas de película en las que todo el mundo come a la vez mientras mantienen una conversación general son fantasía pura. En la realidad estas comidas se parecen más a una coreografía de una peli de Disney, quizás La Bella y la Bestia en el festín de postín, porque todo es un ir y venir de platos y copas y jarras de agua y cestos de pan y botellas de vino pasando de mano en mano mientras intentas enterarte de qué dice la persona que tienes al lado que puede ser, por ejemplo, mi sobrino Juan explicándome su plan para cortarse el pelo el segundo día del colegio cuando haya sondeado a sus compañeros y sepa si consideran que está más guapo con el pelo más largo o más corto. Yo, por mi parte, le he aconsejado que se lo corte ya.
Después de comer hemos extendido la sobremesa comiendo melocotones que nos ha pelado y cortado mi madre en un plato comunal que iba pasando de mano en mano y luego nos hemos trasladado a la piscina a seguir la charla. En algún momento en esa transición de la mesa a meternos en el agua yo he ejercitado un sencillo movimiento disuasorio y me he tumbado en la hamaca a la sombra del castaño para leer un rato. Del agradable sueño en el que me he sumido, en medio de las descripciones del pueblo de Yalos de Theodor Kallifatides en Campesinos y señores, me ha despertado la perra de mi hermano, Luga, con unos cariñosos y muy pegajosos lametones en la oreja.
Al despertarme, mis hermanos, mis hijas, mis cuñados estaban sentados alrededor de la piscina, unos con los pies en remojo, otros bañándose a ratos, entrando y saliendo del agua, haciendo bombas, buceando, charlando de todo. A mí me ha costado un poco emerger del sueño a la consciencia y cuando he conseguido ponerme de pie, me he sentado un poco apartada, en la escalerilla, para mantenerme en un segundo plano hasta que mi cerebro se pusiera en funcionamiento. No sé de qué hablábamos: de planes para el otoño, de libros románticos, de los Juegos Olímpicos, de ropa de boda, de hacer o no hacer favores (mis hijas dicen que yo no les hago favores... Sin comentarios a esta total desconexión con la realidad de mi descendencia), del método de baño de mi hermana (que de 50 chapuzones en verano solo mete la cabeza en 2 que son muy celebrados por todos)...
De tonterías, hablábamos de tonterías, pero de tonterías que son nuestras, en un lenguaje que compartimos porque está trufado de los años que mis hermanos y yo llevamos juntos y de lo que les hemos transmitido a nuestros hijos e hijas y a nuestras parejas. Son tonterías que manoseamos hasta darles una forma que nos haga reír o saltar a otro recuerdo, otra tontería o un cotilleo nuevo que no hemos compartido aún. Sentada en la escalerilla pensaba en que para jugar a esto, a compartir las tonterías, se necesita tiempo juntos, tiempo sin presiones y sin prisas, como este sábado 17 de agosto en que hemos coincidido todos.
Pensé que Natalia Ginzburg lo cuenta mejor:
«Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia, nos basta decir: “Nos hemos venido a Bérgamo a hacer un campamento” o “¿A qué apesta el ácido sulfúrico?” para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud, unidas indisolublemente a aquellas frases, a aquellas palabras. Una de aquellas frases o palabras nos hará reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas. Esas frases son nuestro latín, el vocabulario de nuestros días pasados, son como jeroglíficos de los egipcios o de los asiriobabilonios, el testimonio de un núcleo vital que ya no existe, pero que sobrevive en sus textos, salvados de la furia de las aguas, de la corrosión del tiempo. Esas frases son la base de nuestra unidad familiar, que subsistirá mientras permanezcamos en el mundo, recreándose y resucitando en los puntos más diversos de la tierra» (Léxico familiar, Natalia Ginzburg)
y pensé también en que nosotros seguimos viviendo cerca y compartiendo mucho tiempo, el suficiente para disfrutarlo casi sin pelearnos. Hoy hemos comido todos juntos: mi madre, mis hermanos, mis cuñados y cuñadas, mis hijas y mis sobrinas y sobrinos. Solo faltaba uno que está viviendo su aventura americana. Hemos comido en el porche después de darnos un baño para no morir de calor. Había quesos del Pirineo, aceitunas, patatas, vichyssoise, pimientos rellenos de rape y gambas, carne asada con puré de patata y bonito con tomate y arroz blanco. Estas comidas son un trajín porque todo es un ir y venir de «Ana, ¿me sirves un pimiento relleno?», «¿Se puede comer de todo un poco o hay que elegir?», «¿Queda puré?», «¿Hay más salsa?», «Que nadie meta la cuchara del arroz en el bonito y luego la vuelva a dejar en el arroz que a María le da alergia al pescado», «¿Queda pan?». Como estoy curtida en estas comidas multitudinarias sé que esas escenas de película en las que todo el mundo come a la vez mientras mantienen una conversación general son fantasía pura. En la realidad estas comidas se parecen más a una coreografía de una peli de Disney, quizás La Bella y la Bestia en el festín de postín, porque todo es un ir y venir de platos y copas y jarras de agua y cestos de pan y botellas de vino pasando de mano en mano mientras intentas enterarte de qué dice la persona que tienes al lado que puede ser, por ejemplo, mi sobrino Juan explicándome su plan para cortarse el pelo el segundo día del colegio cuando haya sondeado a sus compañeros y sepa si consideran que está más guapo con el pelo más largo o más corto. Yo, por mi parte, le he aconsejado que se lo corte ya.
Después de comer hemos extendido la sobremesa comiendo melocotones que nos ha pelado y cortado mi madre en un plato comunal que iba pasando de mano en mano y luego nos hemos trasladado a la piscina a seguir la charla. En algún momento en esa transición de la mesa a meternos en el agua yo he ejercitado un sencillo movimiento disuasorio y me he tumbado en la hamaca a la sombra del castaño para leer un rato. Del agradable sueño en el que me he sumido, en medio de las descripciones del pueblo de Yalos de Theodor Kallifatides en Campesinos y señores, me ha despertado la perra de mi hermano, Luga, con unos cariñosos y muy pegajosos lametones en la oreja.
Al despertarme, mis hermanos, mis hijas, mis cuñados estaban sentados alrededor de la piscina, unos con los pies en remojo, otros bañándose a ratos, entrando y saliendo del agua, haciendo bombas, buceando, charlando de todo. A mí me ha costado un poco emerger del sueño a la consciencia y cuando he conseguido ponerme de pie, me he sentado un poco apartada, en la escalerilla, para mantenerme en un segundo plano hasta que mi cerebro se pusiera en funcionamiento. No sé de qué hablábamos: de planes para el otoño, de libros románticos, de los Juegos Olímpicos, de ropa de boda, de hacer o no hacer favores (mis hijas dicen que yo no les hago favores... Sin comentarios a esta total desconexión con la realidad de mi descendencia), del método de baño de mi hermana (que de 50 chapuzones en verano solo mete la cabeza en 2 que son muy celebrados por todos)...
De tonterías, hablábamos de tonterías, pero de tonterías que son nuestras, en un lenguaje que compartimos porque está trufado de los años que mis hermanos y yo llevamos juntos y de lo que les hemos transmitido a nuestros hijos e hijas y a nuestras parejas. Son tonterías que manoseamos hasta darles una forma que nos haga reír o saltar a otro recuerdo, otra tontería o un cotilleo nuevo que no hemos compartido aún. Sentada en la escalerilla pensaba en que para jugar a esto, a compartir las tonterías, se necesita tiempo juntos, tiempo sin presiones y sin prisas, como este sábado 17 de agosto en que hemos coincidido todos.
Pensé que Natalia Ginzburg lo cuenta mejor:
«Somos cinco hermanos. Vivimos en distintas ciudades y algunos en el extranjero, pero no solemos escribirnos. Cuando nos vemos, podemos estar indiferentes o distraídos los unos de los otros, pero basta que uno de nosotros diga una palabra, una frase, una de aquellas antiguas frases que hemos oído y repetido infinidad de veces en nuestra infancia, nos basta decir: “Nos hemos venido a Bérgamo a hacer un campamento” o “¿A qué apesta el ácido sulfúrico?” para volver a recuperar de pronto nuestra antigua relación y nuestra infancia y juventud, unidas indisolublemente a aquellas frases, a aquellas palabras. Una de aquellas frases o palabras nos hará reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personas. Esas frases son nuestro latín, el vocabulario de nuestros días pasados, son como jeroglíficos de los egipcios o de los asiriobabilonios, el testimonio de un núcleo vital que ya no existe, pero que sobrevive en sus textos, salvados de la furia de las aguas, de la corrosión del tiempo. Esas frases son la base de nuestra unidad familiar, que subsistirá mientras permanezcamos en el mundo, recreándose y resucitando en los puntos más diversos de la tierra» (Léxico familiar, Natalia Ginzburg)
y pensé también en que nosotros seguimos viviendo cerca y compartiendo mucho tiempo, el suficiente para disfrutarlo casi sin pelearnos.
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Gracias por leerme. Creo que te gusta leer Cosas que (me) pasan. ¿Sabes que puedes suscribirte para apoyar lo que hago, recibir el contenido extra y participar en El club de Podcasts encadenados y en el chat? Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta te recibirás una carta manuscrita. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Cuando leí Léxico familiar, ese texto es el que más me gustó, esa reflexión sobre la importancia de las palabras, el léxico que se convierte en el pegamento de cada familia, esas frases hechas o apelativos que cada vez que los escuchas te llevan a tu infancia, a tu hogar y a tus consanguíneos. Son expresiones que se usan en casa de uno pero no en las demás o, si se usan, no son con el mismo sentido. Qué suerte poder compartir esos momentos en familia.
Por cierto, que tu madre pele y parta melocotones para todos me parece de los mayores actos de generosidad que se pueden ofrecer.
Gracias por tus escritos diarios! Es un gusto cada mañana abrir el correo y sumergirme en tus historias con un café!