Al acostarme ayer tenía frío. Por primera vez desde que llegamos hace dos semanas, cerramos la ventana y me tapé con la colcha. Cuando apagué la luz tenía los pies helados y estuve pensando si levantarme a ponerme calcetines, pero me pudo la pereza y el sueño. Cuando me he despertado a las nueve de la mañana ya no tenía frío. No hace calor, 20 grados de máxima, cielos nublados y el ambiente tan claro después de las lluvias, las tormentas y los vientos que desde el mirador casi puedo contar los pinos en la ladera al otro lado del valle. Hemos ido al otro pueblo grande al tradicional paseo que damos siempre que venimos aquí: recorrer el pueblo entero entrando en todas las tiendas de ropa de montaña y esquí para horrorizarnos con los precios y no comprarnos nada. En veinticinco años me he comprado unas zapatillas de montaña, que era el último número que les quedaba y casi fueron regaladas, y un abrigo de marca, de segunda mano, que me costó 25 € y que me pongo muchísimo en Madrid en invierno.
Mientras paseábamos he recordado otros muchos 15 de agosto de mi vida. En el torrente de días rutinarios e idénticos de los veraneos interminables de mi infancia, el 15 de agosto era un día diferente, que se marcaba en el calendario con números grandes. Aburridos como estábamos de que todos los días fueran iguales ansiabamos ese día especial para luego, cuando llegaba, protestar porque no podíamos hacer lo que hacíamos todos los días. El 15 de agosto se diferenciaba del resto del verano en que, por ejemplo, mi padre estaba en casa entre semana, no trabajaba. (Por qué asocio esta fiesta a un día laborable y no un sábado o un domingo no lo tengo claro, pero es así). Eso era raro. Además, ese día, en vez de después de desayunar, ponernos el bañador, una camiseta y las chanclas y lanzarnos a jugar al jardín o a montar en bici, había que vestirse con pantalón y camiseta y zapatillas cerradas porque había que ir a la Virgen del Espino. No me acuerdo si las primeras veces nos entusiasmaba el plan, por desconocido y exótico, pero sí sé que de más mayores aquello era bastante suplicio, porque a la Virgen del Espino había que ir en coche pero aparcando lejos y luego caminar por unos senderos de tierra, llenos de polvo y con un calor infernal. Sé que algunos años mi madre nos hacía llegar allí a tiempo para asistir a un misa en la ermita, una misa que casi no se oía y que a nosotros nos parecía aún más aburrida que la habitual. La ermita, además, estaba al final de una cuesta que ahora, cuando la veo, me da risa, pero que con 9 o 10 años nos parecía una trepada infernal que además no recompensaba para nada cuando llegabas arriba. Después de la visita a la ermita el día continuaba en un prado en el que había carrozas que concursaban por un premio (esto creo que ha desaparecido ya) y había puestos para comprar bebida y comida. Los adultos hacían pandilla, bebían botellines, charlaban y parecían divertirse, pero los niños vagábamos echando de menos nuestras piscinas, esas de las que el día anterior parecíamos estar hartos. De estas romerías de mi infancia el mejor recuerdo que guardo es de cuando, algún año, mi padre nos llevaba a los tres mayores en la moto: dos delante y uno detrás. Lo sé, qué peligro, qué inconsciencia, pero qué emocionante era ese rato con él, en moto, sintiendo la velocidad y que estando con él no podía pasarte nada. Era una moto enorme, una enduro no sé qué, amarilla, tan alta que para bajarnos de ella mi padre estiraba los brazos y nosotros nos tirábamos esperando que nos cogiera al vuelo.
De adolescente la romería cambiaba de significado. La noche anterior el plan era ir hasta allí cuando todos los bares habían cerrado. Los más aguerridos de mis amigos conseguían empalmar y cuando yo volvía a la hora del aperitivo, allí seguían, amarrados a un botellín, llenos de polvo y con el hablar pastoso del que no ha dormido pero se lo ha bebido todo. Algunas de esas romerías, a pesar del polvo y el calor, fueron divertidas; recuerdo muchas risas, se nos hacía de noche otra vez. Después pasé años sin ir, pero cuando mis hijas eran pequeñas las llevé algún año, para que lo conocieran, para que supieran lo que era una romería, las llevé por si acaso a ellas les gustaba.
Hace años que no voy y ellas tampoco. Aquí en Cicely, mientras escribo estas líneas, los vecinos están colocando banderines en sus dos calles, las fiestas empiezan mañana por la tarde y el día grande es el sábado.Yo no estaré pero he hecho, como casi todos los años, mi contribución a las fiestas. A cambio tenemos dos sombreros de paja para los paseos al sol que se suman a la colección de pañuelos de fiestas que hemos ido acumulando. He pasado aquí grandes celebraciones con mis hijas corriendo por el pueblo detrás del pasacalles, felices porque aquí podían ir y venir a todas partes sin ningún peligro, he bebido un vino peleón que todavía me da dolor de cabeza cuando lo recuerdo, he practicado deportes ancestrales de hacer mucho el burro, bailado con la charanga en la plaza del pueblo, compartido comida con todos los vecinos. Me da pena no estar porque estas fiestas no me dan pereza, no hay polvo, ni romería, ni calor. El año que viene me organizo para estar. El año que viene debería venir el mes entero.
Cuando hemos vuelto del paseo en el baño había un saltamontes cojo, le faltaba un pata. ¿Cómo habrá llegado ahí?
Para leer todas las entradas del Cuaderno de vacaciones 2024.
Gracias por leerme. Creo que te gusta leer Cosas que (me) pasan. ¿Sabes que puedes suscribirte para apoyar lo que hago, recibir el contenido extra y participar en El club de Podcasts encadenados y en el chat? Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta te recibirás una carta manuscrita. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Leo tu cuaderno cada día pero hoy me has emocionado especialmente. Mi madre murió hace 10 años y mi padre hace 5 y este verano he regresado a las fiestas de mi pueblo porque era incapaz de volver sin su presencia. He subido a la ermita y hemos abierto la casa familiar con todos mis hermanos y sus hijos. Gracias, Molinos 🌺
Viva el 15 de agosto. Y viva tu entrada del cuaderno. Este año las fiestas del pueblo de mi abuela las paso lejos del lugar. Y leyéndote me has llevado allí.