Truena, truena y truena y retumba todo el valle. Nos sentamos en el banco del mirador de la Iglesia a ver cómo se acercan las tormentas hacia nosotros. No hay mejor sitio para contemplar las nubes volviéndose cada vez más oscuras, nunca negras pero sí gris plomo. Desde nuestra atalaya vemos caer los rayos y los relámpagos iluminar el cielo al tiempo que nos quedamos callados esperando escuchar el trueno, un trueno largo que se va encadenando, pasando de un valle a otro, de una montaña a otra y luego otra y luego otra. Cuando se silencian escuchamos motos al fondo del valle, llegando por la carretera: contamos ocho. No sé a dónde van pero sí sé que no van a encontrar sitio para cenar. Sé que aquí no vienen. Aquí no hay nada, en cuanto se va el sol ya no quedan visitantes ni excursionistas. Ayer, cuando nos acercamos al mirador a ver la tormenta, había quince personas con sillas de playa, neveras y copas de vino instalados allí. Me sentí casi como Obélix cuando los romanos empiezan a desarraigar árboles en su bosque para construir la Residencia de los Dioses. Definitivamente me sentí como él cuando, amablemente, les dije:
— Creo que os vais a mojar y esas sillas metálicas no son la mejor idea para estar aquí cuando empiecen a caer los rayos.
— El radar dice que la tormenta no va a llegar aquí— me contestó una señora.
— No sé qué dice el radar, pero la tormenta está a 3 kilómetros y va a llegar.
No creo que fuera mi tono de voz sino los rayos cayendo alegremente lo que los acojonó, así que recogieron el chiringuito y se marcharon.
Eso fue ayer. Hoy no había nadie.
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Las tormentas en el valle son una pura maravilla. Lo sé, ya me falta menos para poder disfrutarlo