Ayer por la tarde, tumbada en el sofá ansiando que llegara una tormenta como la de la tarde anterior, terminé La llamada, de Lelia Guerriero. Es el primer libro que leía de esta autora y me ha gustado mucho. En él, Guerriero cuenta la historia de Silvia Labayru, una mujer que en los años setenta, cuando no era más que una cría de 20 años, fue secuestrada en la ESMA, en Argentina, sufrió torturas, violaciones, maltratos y fue obligada a dar a luz a su hija encima de una mesa. Leila se reúne con Silvia durante más de dos años, con ella y con todos los conocidos que se prestan a ello, para reconstruir su vida antes de la detención, durante y después. Ya hablaré del libro en el próximo Lecturas Encadenadas, pero hoy, al terminar, me he quedado pensando en la cantidad de veces que la propia Leila y casi todos lo que hablan en el libro comentan la belleza de Silvia.
«El pelo rubio, por debajo de los hombros, enmarcaba un rostro sofisticado, esa clase de belleza felina que da, a algunas personas, el aspecto de una pieza delicada un poco salvaje».
Me ha sorprendido la insistencia de Leila en recalcar en cada encuentro con Silvia su aspecto físico: «Luminosa como un vaso de agua» o «Un soutien azul asoma por debajo de una prenda verde seco con manga a mitad de brazo y cuello volcado que deja al descubierto parte de los hombros. Siempre está tan cómoda que la ropa parece brotar de ella, no algo colocado sobre el cuerpo».
Insiste tanto que he llegado a pensar que Leila siente una especie de admiración envidiosa, como cuando de niña en el colegio tenías una amiga muy guapa y cada vez que hablabas de ella lo comentabas: «Mi amiga Isabel, que es espectacular». Lo dices como si, comentándolo, algo de esa belleza fuera a caerte a ti; o como si el mencionarlo, al ponerlo de manifiesto, dejaras claro que tú también lo ves y que es algo tan evidente que no quieres no mencionarlo por si alguien te acusa de intentar ocultarlo o de tener envidia. Seguro que hay una explicación freudiana sobre esto, pero da igual.
La exultante belleza de Silvina me ha recordado algo que escuché decir este año a la actriz Sofía Vergara. Le preguntaban en un podcast qué le preocupaba de tener cincuenta y un años y decía: «Pues me preocupa que cuando entro en un restaurante la gente no se voltée a mirarme y, si se voltean, que no lo hagan por lo guapa que soy sino porque soy Sofía Vergara». Me fascinó la respuesta, no porque me pareciera mal o algo frívolo, sino porque esa preocupación de Vergara me resulta tan ajena, tan fuera de mi realidad que no me la esperaba.
«¿Envejece bien?», le pregunta a Leila una ex pareja de Silvia que estuvo con ella cuando apenas tenía veinticinco años. «Silvia sigue siendo bella. Los años le han golpeado la cara. Eso a mí me duele. Me duele no porque la hayan golpeado, sino porque no estuve en los años en los que no tenía la cara golpeada. No estuvo conmigo. Creo que a mí me hubiera gustado», comenta su pareja actual con el que se ha reencontrado después de cuarenta años separados.
Todas estas referencias al aspecto físico me sorprenden siempre. No quiero decir que esté por encima de la apreciación de la belleza física ni mucho menos, pero para mí es algo bastante superfluo. He ido a buscar lo que escribí cuando leí El cuello no engaña, de Nora Ephron, y me sentí totalmente despegada de la preocupación que Nora expresaba justo en el ensayo que daba título al volumen. Escribí entonces: «Resulta que, según Nora y sus amigas y algunas de las mías, a partir de los cuarenta y tres años, a las mujeres se nos cae el cuello. ¿Se me ha caído el cuello?, pensé al leerlo. No tenía ni idea de esto. Claro que, hasta hace como seis meses, tampoco sabía que tenía el párpado caído y que hay una operación para eso que se llama blefaroplastia. “Yo no tengo párpados caídos”, dije. “Claro que sí, como todas”, me contestaron». En los tres años que han pasado desde entonces el bombardeo constante que recibo en redes, en anuncios, en películas, series y demás hacia el perfecto aspecto físico al que tenemos que aspirar las mujeres me tiene anonadada.
Contemplo con estupor a mujeres fabulosas que se retocan la cara con todo tipo de tratamientos, y para mi gusto torturas, para intentar no aparentar la edad que tienen, para tener la nariz más fina, la cara más angulosa, el óvalo más marcado, desterrar las arrugas, y cualquier tipo de expresión facial de su cara, para tener más pestañas, menos pómulo, menos frente, más labios... para, en mi opinión, dejar de ser ellas y convertirse en unos ideales imaginarios que las anclen a la edad y al aspecto que ellas creen que es perfecto. No lo critico, cada uno puede hacer lo que quiera con su cuerpo, pero me resulta incomprensible. Es curioso cómo las arrugas, los párpados caídos, la piel descolgada o los labios finos no me impiden concentrarme en lo que me está contando una persona y, sin embargo, todos esos tratamientos faciales me hacen incapaz de mirarla y preguntarme: ¿por qué se ha hecho eso?
Llevo un rato pensando qué relación tengo con la belleza física, con la mía concretamente, y creo que es bastante sana. De joven pude tener como Leila una especie de admiración envidiosa por esas amigas mías capaces de hacer que pandillas enteras de chavales se volvieran locos por ellas, que tenían siempre novios en activo y novios en espera, que hacían, como Sofía Vergara, que las cabezas se giraran al entrar en cualquier sitio. Ahora la belleza física ajena me admira cuando va enganchada a una despreocupación absoluta, me gusta la gente guapa que aparenta tener la edad que tiene, que no sabe que sus párpados están caídos o, mejor aún, que le da igual, consigo admirar su belleza llamémosla decadente, alguien como Carolina de Mónaco.
Con respecto a mi belleza, como escribí hace tres años y decía Nora: «”Una de las pocas ventajas de no ser guapa es que una embellece con los años: sin ir más lejos, yo misma no paro de mejorar de aspecto”. Correctísimo, Nora. Nadie te ve y no te importa, pero tú te ves estupenda». Con todo esto quiero decir que la ventaja de no haberte considerado nunca un pibón, ni haber sido un imán para los hombres y tener una apariencia completamente normal y anodina es que cuando llegas a los cincuenta te ves estupenda y no te preocupa haber dejado de ser bella.
Tampoco que uno de tus ex-novios o ex-amantes se pregunte ¿Ha envejecido bien?
Para leer todas las entradas del Cuaderno de vacaciones 2024.
Gracias por leerme. Creo que te gusta leer Cosas que (me) pasan. ¿Sabes que puedes suscribirte para apoyar lo que hago, recibir el contenido extra y participar en El club de Podcasts encadenados y en el chat? Me encantaría que lo hicieras y te lo agradecería infinito. Si, además, te haces miembro fundador, piénsalo ¿cuándo has sido fundador de algo?, hasta te recibirás una carta manuscrita. ¿Cuándo fue la última vez que abriste el buzón y había una carta para ti?
Hace muchos años Romy Schneider se operó los pies porque quería ser perfecta. Fue la primera operación estética que conocí. Me dio pena y aún recuerdo ese sentimiento.
Gracias 😘
Excelente, a mí también me puede chirriar esa insistencia en el físico...nos convierte a los demás en ciudadanas de segunda? Somos más que eso!!
Muy bien escrito, me ha encantado