No se oye ni un ruido. No hay coches. No hay vecinos. No hay paseantes ni excursionistas. Un silencio con el que me gustaría taparme y echarme la siesta, pero no puedo porque tengo que escribir este texto. Es Martes Santo y está siendo un día acolchado. Me he despertado pensando que era martes, pero al bajar la escaleras, abrir la puerta y asomarme a la calle desierta y ver los tejados chorreando, de repente era jueves. Después de desayunar, al encender el ordenador era martes otra vez, y así durante toda la mañana he ido saltando de día en día. Ahora mismo creo que es un poco viernes por la tarde.
Escucho las teclas de mi ordenador y un goteo que creo que viene de la nevera. Nada más. Por la ventana veo el cielo gris, pero no de un gris uniforme: distintas tonalidades de ese color recorren el cielo, desde el más oscuro casi negro pegado al pico de la montaña que se ve desde nuestro salón hasta el más claro, casi blanco en la zona en la que parece que quizá el sol gane a las nubes. Durante todo el día el tiempo ha estado también acolchado, elástico, dudando entre ser un día de lluvia y humedad o un día luminoso con cielo azul. Ahora mismo, al terminar este párrafo, el gris casi blanco parece haber ganado la batalla en el rectángulo de la ventana.
No llueve. Animados por el avance del blanco algunos pájaros se han animado a cantar. Ayer por la tarde, cuando el sol ya había caído por detrás de las montañas y pudimos por fin salir de casa a dar un paseo, el estruendo pajaril era impresionante. No soy muy de pájaros, pero estos alardes primaverales de canto descontrolado siempre me hacen pensar en la salida del colegio, en ese silencio del patio que, de repente, se rompe por la aparición de cientos de niños corriendo y gritando porque tienen muchísimas cosas que decirse entre ellos y a sus padres que los recogen. Así pienso yo en los pájaros en primavera. Ayer había llovido sin tregua desde que llegamos, igual que jarreó mientras veníamos por la carretera, pero en cuanto escampó un poco y salimos a pasear al mirador cientos de pájaros charlaban entre sí y, quién sabe, a lo mejor nos gritaban a nosotros. A mí. Ni idea de qué decían, pero les envidié por vivir aquí.
Al volver del paseo nos encontramos con el vecino que vive en la casa del cementerio. Se alegró de vernos y estuvo encantador aunque, como siempre, nos volvió a preguntar dónde vivíamos y a qué nos dedicábamos. Le envidié como a los pájaros porque, aunque no vive aquí siempre, pasa largas temporadas. «El mejor estado del hombre es la jubilación», me dijo. Nos comentó también que tiene ganas de volver a Toledo para despedirse porque ahora ya, con 76 años, es lo que toca. «Leo un libro, uno que he querido mucho, lo releo y cuando lo dejo en la estantería me despido de él porque ya sé que no volveré a leerlo, que es la última vez». En mi insomnio nocturno recordé esa frase. Al escucharla por primera vez pensé que era un pensamiento un poco tétrico pero luego, dándole vueltas, he decidido que es una buena idea. Vivimos sin saber cuando será la última vez que haremos algo, que veremos a alguien, que diremos determinadas palabras. Hace tiempo escribí sobre esto hablando de cómo te pasas años yendo al parque y odiándolo mucho y, de repente, un buen día te das cuenta de que ya no vas al parque, de que has dejado de ir y no sabes cuándo fue la última vez. Y así pasa con todo. A lo mejor ser consciente de cada última vez nos apesadumbraría demasiado, cubriría nuestros días con una capa de tristeza que creo sería insoportable, pero para pequeños gestos, como el del libro, o para viajes sin vínculo sentimental creo que estaría bien.
Ha salido un poco el sol. Más que salir ha conseguido atravesar las nubes y se refleja en las piedras de la pared del gallinero de Antonio, justo frente a nuestra casa. No hay gallinas ahora, solo las tiene en verano. Tenemos que ir al pueblo grande a comprar huevos, quesos y gel de baño. Me encantan esas compras pequeñas, de tres o cuatro elementos inconexos. Esas compras que cuando las ves en la cesta de la persona delante de ti en la caja te lleva a imaginar qué tipo de vida lleva cuando necesita gambones congelados, maquinillas desechables y nueces de macadamia. O ¿quién eres si bajas a comprar miel, apio, guantes desechables y un pack de 8 litros de leche de almendras? ¿Qué dice de nosotros «huevos, queso y gel de baño»?
Sigue sin llover. Tengo que levantarme del sofá. Ponerme el cinturón, las zapatillas y decidir si bajo al fisioterapeuta con la camiseta de Springsteen o me pongo algo más de señora de mediana edad con comienzo de bruxismo. Aguzo el oído. Los pájaros se han callado. Todo es silencio.
Calma.
Tranquilidad.
¿Qué día es? ¿Habrá hoy alguna última vez que no me espero, que no puedo imaginarme?
También tengo que comprar chocolate. Uno de mis mayores placeres es escribir mientras paladeo onzas de chocolate.
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El mejor estado del hombre es la jubilación. Que gran frase 😉😉
Lo que dice de vosotros, además de tener un gusto exquisito, (no hay nada más rico que los huevos, el queso y el chocolate) es que sois muy limpitos ;)
Como siempre, un placer Ana