Me duele la cabeza. Lleva doliéndome un par de semanas. Creo que viene del cuello, de las cervicales, y creo que lo arrastro desde que estuve en Milán por trabajo. Me pasé una semana caminando de un lado a otro de la ciudad cargando con el ordenador. Es lo que más odio de los viajes de trabajo: ir como un caracol, con la «casa del trabajo» a cuestas todo el día, no vaya a ser que tengas una urgencia, un mail complicado de escribir, un archivo que buscar o una videollamada de última hora. Y todo el día con ese peso encima.
A veces me duele tanto la cabeza que cuando me despierto por la mañana el dolor ya está ahí. Acurrucado detrás de mis orejas, en cuanto abro los ojos empieza a moverse de lado a lado de mi cabeza, como en un frontón perverso. Me siento como si hubiera dormido toda la noche con unas gafas demasiado pequeñas, estrechas para mi cabeza, y las patillas se me hubieran clavado detrás de las orejas. Al levantarme, hago ejercicio y desayuno y el dolor amaga con desaparecer, pero durante el día vuelve a ratos. Se desplaza desde las orejas hacia la frente o justo a la base del cráneo, porque también me duele el lado izquierdo de la mandíbula. Si intento abrir la boca al máximo ese lado me duele muchísimo y oigo un chasquido. Me toco intentando encontrar un bulto, un punto, un dolor concreto. No hay nada, pero no es porque ese punto no exista: sé que es porque no presiono lo suficiente. Voy a ir al fisioterapeuta, que encontrará ese punto interno donde toda la tensión de estos tres meses está agazapada soltando descargas hacia mis orejas, mi mandíbula y mi cerebro. Son señales para que pare. Para que descanse. Y, sobre todo, para que deje de preocuparme y de cargar con el ordenador.
Leo en su newsletter que Amaya acaba de descubrir a Karmelo Iribarren. Nada más leer el poema que enlaza salto de la cama y cojo de la estantería mi ejemplar de Diario de K. En la primera página pone Marzo de 2016. Recuerdo quién me recomendó a Iribarren: un mal amante. Aquello duró poco, no fue nada interesante, pero me dejó a Karmelo. Muchas esquinas dobladas en este volumen de aforismos con los que retrata su día a día en San Sebastián. Revisarlas es como volver a mi yo de 2016. ¿Qué me pasaba? ¿Cómo me sentía? ¿Qué me preocupaba? Ya en la primera página varios pudieron haber llamado mi atención. ¿Sería «El futuro nunca es para tanto y a veces es peor» o «Los trenes de noche mueven la melancolía por el mundo.»? En otras páginas no tengo duda sobre lo que me interesó: «Cuando el cielo está totalmente cubierto de nubes, el universo parece más pequeño, y te sientes menos insignificante frente a él». A lo mejor por eso me gustan los días grises.
En otras páginas hay subrayados para que no haya lugar a dudas:
«–Digamos la verdad de una vez.
–¿Sin ensayar?»
Me gusta la newsletter de Amaya porque la leo como el remedio que la propia Amaya tiene para su angustia de vivir. Si no la conociera, si no la hubiera visto nunca, si no supiera cómo se ríe o cómo le brillan los ojos cuando está animada pensaría que es sufridora por afición, por empeño; pero sé que no es así. Por eso creo que sus cartas quincenales son su manera de quitarse los puntos gatillo para que no le den dolores de cabeza. Seguramente cada vez piensa «esta semana escribo algo divertido» pero no le sale, porque la vida últimamente no es divertida. No sé si es nuestra edad, la política, el apocalipsis que ella siempre ha temido o el miedo, pero al final lo que le sale es volcar ahí, sin pensarlo mucho, sus malestares, sus angustias, las preocupaciones que la acosan, las tristezas, la nostalgia y la melancolía como lo haría, o quizá lo hace, en un cuaderno. Para que dejen de ocuparle espacio mental, para ver si así, ordenadas y colocadas en su balda, todas esas tensiones la incomodan menos. Quiero creer que es así. Que son su medicina. Que al terminar de escribirlas se siente mejor. Y si no, siempre le quedará su increíble colección de perfumes.
Me acabo de dar cuenta de que mientras escribo no me duele la cabeza. Ni las manos. Porque también llevo dos semanas con sorpresivos dolores en las palmas de las manos, como si durante mucho tiempo hubiera estado agarrando mancuernas demasiado pesadas. Creo que todo viene del cuello. De apretar los dientes, de contenerme, de no gritar, de pasarme el día diciendo «no merece la pena, no merece la pena, no merece la pena» y de no dormir con mi almohada favorita. A lo mejor la solución es escribir, hacer de estas cartas mi medicina. Como Amaya.
–¿Qué miras?–El infinito.
–¿Y?
–Está lleno de ti.
Para celebrar las vacaciones abro una oferta de 20% de descuento para la suscripción de pago anual. Estará activa hasta el próximo lunes. ¿Qué tendrás? Además de mi agradecimiento y un poco más de amor por mi parte, podrás asistir al club de escucha, tendrás acceso al chat y a la newsletter solo para suscriptores del último domingo del mes. Si te haces miembro fundador, además, cuando un buen día abras tu buzón, si es que todavía lo abres, te encontrarás mis cartas.
Molinos, no sé si lo sabes, pero mientras tú escribías para calmar el dolor, muchos te leemos para calmar el nuestro.
No tengo cuadernos. Ya no recuerdo ni escribir a mano. Pero la newsletter es un runrun. Cualquier día de estos cuento algo divertido. Dame tiempo.