Once de la noche. Interior casa. Luces apagadas. María y yo nos tumbamos en el sofá, cada una con su manta, y le doy al play.
— ¿Os puedo pedir algo?
— Si implica salir de casa, tender la lavadora, regar las plantas o alguna de esas tareas que solo te importan a ti, no.
— Son las once de la noche, no es nada de eso; pero gracias por dejar claro, una vez más, mi papel de ama de llaves.
— ¿Qué quieres?
— Que veáis conmigo el primer episodio de Doctor en Alaska, una de mis series favoritas de la vida.
— Yo tengo que estudiar.
— Yo sí la veo contigo.
La primera escena transcurre en un avión. El Dr. Fleishman le cuenta su vida al pasajero que va sentado a su lado… y al espectador. Cuenta que es médico y que, tras aceptar una beca de 125.000 dólares, tiene que trabajar en Alaska durante cuatro años. Cree que todo irá bien. «Buena suerte», le dice el pasajero. El espectador, que soy yo, sabe que la buena suerte ya la ha tenido porque va a un sitio mágico. Durante cuarenta y seis minutos viajo a Cicely, es la primera vez que veo la serie en versión original y también la primera vez que la veo después de haber estado en esos paisajes. Todo me suena vagamente familiar: los bosques, las casas, Ed, Holly, Maggie, Maurice, Marylin, el graffiti del alce. Mientras pienso en que es indudable que, en The Gilmore Girls, Stars Hollow es una especie de trasunto de Cicely, me doy cuenta de que este rato soy feliz. Estoy a punto de cumplir cincuenta años y vuelvo a un lugar que visitaba cuando tenía veintitrés, cuando llegaba a casa después de una juerga un viernes y me sentaba a comer algo mientras veía el episodio que pillaba. Entonces todo me parecía curioso, raro, me encantaba la tensión sexual no resuelta que pensaba que solo ocurría en las pelis y me enamoraba de Chris en la mañana cada vez que aparecía en pantalla. Vuelvo a ese lugar que parece estar esperándome: «Welcome back». Me siento como si viajara a mi pasado, casi espero verme tras una esquina, o sentada en una de las banquetas del bar. Vuelvo a un lugar en el que no hay móviles ni internet; cada uno viste a su manera, nadie hace fotos y hay periódicos en papel y horarios de autobuses. Un lugar en el que la gente espera y siente el tiempo pasar, lo deja deslizarse, discurrir sin entretenerse, sin querer aprovecharlo. Me disuelvo en esa sensación.
Acurrucada en el sofá con María, nada de lo que pasa fuera importa, nada de lo que ha ocurrido en el día tiene el más mínimo valor.
— ¿Te ha gustado?
— Sí.
Pequeños placeres sin importancia.
Gracias Ana por describir tan bien los recuerdos de eta serie. Yo también la buscaba al volver de madrugada. Como la cambiaban continuamente de horario, que apareciera en pantalla era siempre un “guay!, voy corriendo a la cocina, a por algo para picar mientras la veo” Qué tiempos! 🥰
Ana, gracias por escribir lo que siento por Cicely! Ahora, permíteme una aclaración, Chris es mío 😉…confórmate con Brat, amiga