«No me gusta que cortes el queso en cuadraditos. Me gusta más en triángulo», me ha dicho mi madre mientras yo, evidentemente, cortaba queso en dados para el aperitivo. Esa frase de mi madre, maleducada, inapropiada y fuera de lugar, hace cinco, diez o quince años me hubiera provocado cabreo, indignación o llanto descontrolado. Ahora, simplemente, respiro hondo y corto el queso en triángulos simplemente para que me deje en paz. Aunque, por otro lado, sé que hay muchísimas posibilidades de que cuando, otro día, me vea cortando el queso en triángulos, me diga: «No me gusta el queso cortado así, lo prefiero en cuadraditos».
El aperitivo. Todo un tema.
Mi primer contacto con ese concepto viene de mi más tierna infancia cuando, en verano, mi abuelo José Luis (al que, al contrario que a mi madre, todo lo que yo hacía le parecía maravilloso), a una hora de la mañana que yo nunca conseguía discernir cuál era exactamente, me pedía que le llevara una cerveza bien fría. Mi abuelo caminaba con muletas y un zapato con un alza de 8 centímetros porque sufría un reúma brutal, que yo no he visto en nadie más. No se podía mover mucho, así que toda la familia gravitaba a su alrededor para acercarle el periódico, el tabaco, un jersey o cualquier cosa que necesitara. A esa hora imprecisa que comentaba antes me mandaba a por la cerveza. A mí me gustaba llevársela porque, como he dicho, todo lo que yo hacía le parecía increíble y, a pesar de que me daba miedo entrar en la bodega, nunca le decía que no. La bodega era una estancia excavada en una esquina del jardín a la que se bajaba por unas escaleras muy oscuras y empinadas. Lo que más miedo me daba era tener que palpar la pared para encontrar el interruptor de la luz y encontrar, en las estanterías plagadas de botes de conservas, salchichones, chorizos y cosas variadas que para mí eran desconocidas, las cervezas frías. Agarraba la botella y salía corriendo antes de que las miles de arañas que estaba segura plagaban la bodega se abalanzaran sobre mí. A veces había que hacer el viaje dos veces: mi abuelo no quería que le subieras dos botellas al mismo tiempo porque entonces se calentaba la cerveza. Mientras mi abuelo terminaba de leer el periódico con su bebida fresquita, nosotros íbamos a la piscina a bañarnos o seguíamos jugando en el jardín hasta que nos llamaban a comer. Cuando eres niño no tienes claro qué papel juega el aperitivo en la rutina de comidas y además, cuando te lanzas a disfrutarlo (patatas, aceitunas, queso), te encuentras siempre con los adultos diciéndote: «no comas más que luego no comes». Tú piensas «pero, si esto no es para comer, ¿para qué lo pones? Y, además, si esto ya es comida, ¿por qué no puedo arrasar con todo y pasar de lo que sea que haya “de comer”, que seguro que es menos apetecible?»
La palabra aperitivo, en mi cerebro, va siempre acompañada de «de fin de fiestas». Cuando yo tenía quince o dieciséis años mis padres quisieron ampliar y reformar esta casa.
Para celebrar el final del antiguo chalet decidieron que harían una fiesta: el último día de las fiestas de Los Molinos invitaron a todos sus amigos a un aperitivo en el jardín. A mí me pareció que, para ser un aperitivo, lo de estar cocinando cuatro días antes era un poco excesivo, pero no protesté y me limité a ayudar siguiendo las instrucciones de mi madre a rajatabla (seguro que por aquel entonces quería el queso en rectángulos). El jardín se llenó de gente que aperitiveó con ensaladilla rusa, salpicón de marisco, cebollas rellenas, tortilla de patata, croquetas, jamón, patatas, lomo de cerdo con salsa... y que cuando terminó con todo se dedicó a romper las paredes de la casa con mazas y martillos, adelantándose unos veinte años a lo que hacen ahora los gemelos de las reformas. Después de un año de trabajos la casa volvió a ser habitable y había que celebrar, con más razón, el haber sobrevivido a la obra y, sobre todo, a las posibilidades de mis padres de divorciarse, así que repetimos el «aperitivo de fin de fiestas» que, sin saber muy bien cómo, se convirtió en tradición. Durante más de quince años continuamos con esa celebración, cada vez con más gente y cada vez con más comida y trabajo, hasta que un buen año pensamos: ¿Y si este año no lo hacemos? Y lo dejamos. Si alguna vez queréis saber cómo se rompe o pierde una tradición es así, cuando los que las perpetúan se paran y piensan:¿y esto por qué cojones lo hacemos?
El aperitivo fuera de casa a mí me parece algo confuso. Es como un quiero y no puedo, una manera de escaquearte de un plan más serio, un rollo sin compromiso. Quedas con alguien a tomar el aperitivo porque no quieres quedar a comer con ese alguien. Por la razón que sea, porque no te cae lo suficientemente bien o porque la comida ya la tienes comprometida con alguien que te cae mejor.
Cuando eres más joven el aperitivo sustituye el «quedar a comer» que, en primer lugar, parece un plan de mayores, de viejos; y, en segundo lugar, te hace creer que te va a salir más barato. Aprendes pronto que eso es mentira y que, además, hay que estar rápido para beber o para pagar porque, como te descuides, tu colega se bebe 6 cañas mientras tú estás con tu primera clara o se marcha antes dejando pagado «lo suyo», que normalmente suele ser un tercio de lo que se ha tomado en realidad. Un poco más en la adultez, el aperitivo es algo peligrosísimo que carga el diablo y que se sabe cuando empieza pero no cuando termina. Normalmente, además, conduce sin remedio a la borrachera inesperada, porque siempre se come poco; bien porque nadie pide nada contundente de comer, bien porque cuando se pide todo el mundo se lanza como buitre sobre la ración y apenas se toca a nada.
(Llevo 1032 palabras y no sé muy bien a dónde voy con esto)
El aperitivo tiene, además, un tema de inconcreción horaria. En mi experiencia sé que la gente que dice «tomar el vermut» son madrugadores y pueden empezar a las doce o doce y media a atufarse vermuts, cañas o vinos como si no hubiera un mañana. Yo, que nunca digo «tomar el vermut», soy más de empezar a tomar cañas o vinos o agua (otro día hablamos de la plaga del agua con gas) a las dos de la tarde, por lo que cuando vuelvo a casa a comer ya no me apetece o es casi la hora de la merienda. El concepto ése hortera que se ha puesto de moda ahora, el «tardeo», me parece horripilante, así que si el aperitivo se alarga muchísimo, llegando a la merienda, yo siempre digo: «el aperitivo se ha alargado». Antes muerta que decir «tardeo», aunque a lo mejor si lo dijera vendría la policía de los modernos a multarme porque en mi cabeza la gente que dice tardeo tiene el pelo largo, gafas de sol rayban y cazadoras de cuero en invierno o cestos de mimbre en verano, y está rodeada de gente con pelo largo, gafas de sol rayban y cazadoras de cuero en invierno o cestos de mimbre en verano. Y cuando acaban el «tardeo» van siempre a «un local que un amigo acaba de abrir».
A todo esto, además, la posible gracia que un aperitivo podría tener hace quince o veinte años se ha perdido. Es tan imposible improvisar un aperitivo como encontrar mesa para comer 14. En Madrid, por ejemplo, en muchas terrazas, hay que reservar mesa para tomar unas cañas y unas bravas. Es una nueva modalidad: el aperitivo pretencioso para el que hay que organizarse con semanas de antelación. Un espanto.
A mí el aperitivo que me gusta es el improvisado y en una casa. Apareces en casa de alguien a la una de la tarde a dar un recado, a saludar, a lo que sea, y el anfitrión dice «no tengo nada», pero saca unas patatas que tenía guardadas en la despensa, tres cervezas, un poco de chorizo del que normalmente echa en los macarrones y unos pepinillos. O el que se monta deprisa y corriendo: «¿Aperitivo en mi casa?», y entonces cada uno arrampla con lo que tiene por la suya para juntarte con muchísima cebollitas, nada de patatas, un poco de paté y pistachos.
También está entre mis favoritos el aperitivo que se prepara en casa mientras estás terminando de organizar la comida. Cortas cebolla para el sofrito mientras comes unas patatas fritas. Pasas la salsa de la carne mientras juntas picos camperos con jamón serrano y te bebes una mixta o un vino tinto que acompañas de unas aceitunas mientras los macarrones acaban de gratinarse en el horno y se pone la mesa donde se terminará lo que queda del queso cortado en cuadraditos que a mi madre le horroriza.
Estos son los que me gustan, porque son los más exclusivos: aquel en el que le pedía a mi abuelo que me dejara comerme una de sus cortezas mientras aún me chorreaba el pelo de la piscina, ese en el que cocinabas cuatro días un perol de 60 cebollas rellenas, o el que se puede tomar en pantuflas o con el delantal puesto, el pelo oliendo a sofrito de cebolla y el sofá muy cerca para encadenarlo con la siesta.
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Ese es el aperitivo de mis domingos!!!😂🤣 con el pijama, los pelos locos y apoyados en la encimera mientras vigilo que la comida no se agarre. El último fue de lujo, unos berberechos a la plancha que " no cabían" en la paella, con un vinico blanco, mientras se hacía el sofrito de la paella y justo antes de ir a la ducha 🤤
Para no saber a donde te llevaba el texto has “abierto un melón” 😂. El mejor aperitivo el de casa mientras se hace la comida, cuando los amigos llegan y se reparten entre la cocina y el salón.